viernes. 29.03.2024

Me encantan, en el más amplio sentido de la palabra, las ciudades grandes (algunas, quiero decir). Pero sólo para pasar unos ratos, días o semanas a lo sumo. El encantamiento no me alcanza a pretender vivir en ellas de forma y manera indefinida (Dios no lo quiera nunca). Conozco o visito con relativa asiduidad las principales urbes del Archipiélago (Las Palmas de Gran Canaria y Santa Cruz de Tenerife), de la Península (Madrid, que no me gusta, y Barcelona, que me enamora cada vez más), y algunas de las más pobladas megalópolis del mundo y parte del extranjero (Nueva York, Washington, México Distrito Federal y por ahí).

Todas esas ciudades, en buena e inevitable lógica, son muy ruidosas. He sentido el aliento y la respiración, día y noche, de la bestia que nunca duerme en pleno corazón de Manhattan, antes y después de la fatídica fecha del 11-S de 2001, y he pateado sus más céntricas e iluminadas calles (acaban de inaugurar el tradicional encendido del gigantesco árbol navideño del Rockefeller Center; nada que ver con la gélida inauguración este lunes del alumbrado navideño de Arrecife) y las más oscuras, a las tantas de la madrugada. ¿Especialmente emocionante? No, simplemente distinto -un suponer- a las noches de mi San Bartolomé natal.

Duermo bien -aunque siempre tarde- en todas esas ciudades que he citado, a lo mejor o a lo peor precisamente porque duermo poco y me acuesto cuando empieza a clarear el día, como las corujas. Dormir, dormir, dormir (tal vez soñar, como decía el verso de Shakespeare), así como a pierna suelta y sin escuchar más aliento que el tuyo propio, sólo unas benditas noches durante una semana en un pueblo casi perdido del Pirineo leridano, después de otra semana previa de maniobras militares que me “gocé” (ejem...) en el glorioso Cuerpo de Artillería (este martes, 4 de diciembre, se celebró su Patrona, Santa Bárbara), allá cuando la mili, en el pleistoceno inferior.

Pienso y recuerdo todo esto, y otras cosas que no conviene escribir, cada vez que voy o me llevan abducido por alguna mente superior a la mía (casi todas las que conozco) a la afamada calle José Antonio (Primo de Rivera, por cierto), en Arrecife caos-pital, y me acuerdo, solidarizo y compadezco al mismo tiempo de los sufridos y casi siempre ninguneados vecinos de la zona, que llevan años viviendo sin vivir en ellos porque donde unos van a divertirse en libertad a ellos se les niega la suya, la más elemental, así como el teóricamente inalienable derecho al descanso, que se lo han/hemos conculcado entre todos, unos por activa y otros por pasiva. Un momento y un monumento ahí para esa gente. O al menos una oreja institucional que escuche sus razonadas y razonables quejas.

Si hay justicia en este mundo, y yo confieso que cada día que pasa lo dudo más, alguna autoridad política o judicial, si la hubiera o hubiese (o ambas al alimón), está tardando ya en dejar oficialmente sentenciado que el derecho al ocio se queda en nada comparado con el todavía mucho más sacrosanto derecho al descanso de todo hijo de vecina, y que siempre ha de privilegiarse al segundo sobre el primero. Elemental norma de convivencia ciudadana. Tan elemental que da hasta vergüenza insistir en ella a estas alturas del esperpento. Pero, para vergüenza de la buena, la que nos causan esas supuestas autoridades que no saben imponer su autoridad, si me autorizan ustedes la redundancia.

Lo he escrito en alguna ocasión anterior, con motivo de los carnavales y alguna otra escandalera a fecha fija que siempre han de pagar o sufrir los mismos como si se tratara de una inevitable maldición divina para toda la vida, y me reitero en ello: no entiendo cómo los vejados vecinos de la calle José Antonio y zonas aledañas de la caos-pital conejera no se han levantado todavía en armas contra un Ayuntamiento que no sabe hacer cumplir las propias normas que dicta, después de años aguantando todos los fines de semanas de Dios el diablo de la escandalera callejera que montan los niñatos que no saben mear lo que beben (simple y simplón “familiaje”, por decirlo en conejero). Hablo del totorota convicto y confeso, esa especie en claro peligro de expansión, que si no le hace llegar a todo el vecindario su mal gusto musical, con la radio del coche a todo volumen y las ventanillas abiertas a las cuatro y pico de la madrugada, no termina de divertirse. Se impone terminar con ese relajo antes que relajarse en el bien remunerado cargo ([email protected]).

Arrecife, capital del ruido
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