jueves. 25.04.2024

Por Yolanda Perdomo

La complejidad de la realidad socio-política de Lanzarote ha sido tema recurrente de corrillos y tertulias, pretexto para la lentitud con la que algunos temas vitales se desenvuelven, y en ocasiones, motivo de exasperación para políticos, grupos empresariales y colectivos sociales. Tradicionalmente, se ha achacado tal peculiaridad al elevado número de medios de comunicación existentes en la isla, a la impronta personal de algunos políticos, a la presencia masiva de foros de opinión, o a la existencia de personas con variado criterio, que exponen su parecer públicamente. También hay quien lo atribuye al muy particular espíritu crítico iniciado por Manrique, que ha trascendido a la población de forma natural. Todo ello, contribuye, sin duda alguna, a que la realidad lanzaroteña adquiera tintes de insondable misterio, y que el elemento sorpresa sea un componente indisoluble del devenir cotidiano.

Sin embargo, existe una variable que normalmente no se toma en consideración, un aspecto relacionado con el espíritu mismo de los protagonistas que conforman y definen nuestra trayectoria, y que vendría a explicar la ausencia de equilibrio, la dificultad en el consenso y la insatisfacción generalizada. En realidad, parte del motivo que convierte el día a día de los lanzaroteños en un torbellino incontrolable radica en una cuestión meramente existencial.

Si observamos con atención, nos encontramos que, por aquello del voto útil, por practicidad, por oportunidad, o por puro desconocimiento, muchos simpatizantes de los partidos políticos -e incluso algunos afiliados- no están al lado del partido con el que realmente se sienten identificados, sino junto a aquel al que han ido a parar por cualquiera de los motivos citados. Nos encontramos, pues, con argumentos, propios de partidos localistas, de calado ideológico indefinido, que se sitúan en el ámbito del centro-derecha, con perfiles conservadores, en el ámbito socialista, y aspectos que tradicionalmente van ligados a los partidos de corte estatal, los hallamos en los partidos nacionalistas. Obviamente, esta negación de la propia naturaleza se traduce en una lectura confusa de la realidad cotidiana, lectura que no puede ser más clara de ninguna manera, porque confusa es la naturaleza misma de sus protagonistas. En consecuencia, nos situamos en un gigantesco tablero de juego en el que la mayoría no es quien dice ser, juega con fichas de los contrarios, y obedece a dictados que se oponen a los principios con los que se han forjado a sí mismos. Ello se traduce en la evidente incomodidad de los jugadores, en el caos reinante en el área de juego, en el desconcierto de los observadores, y en una absoluta ausencia de mesura, sosiego y aplomo, que nos convierte a todos en víctimas. Y lo más curioso de todo es que se origina de forma involuntaria.

A día de hoy, existe un número elevado de personas que realmente anhelan los valores tradicionales con los que han crecido, que buscan el orden, la voluntad de entendimiento y la simplicidad, y que desean un cambio en la manera de hacer política en los últimos veinte años. Pero nada de esto depende de ningún factor externo, sino de la voluntad de cada uno de salir de su particular armario ideológico.

El factor Lanzarote
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