jueves. 18.04.2024

Una clase dominante para alcanzar el poder político y mantenerlo, debe conseguir la hegemonía cultural, concebida, no solo como dirección política, sino también moral, cultural e ideológica sobre las clases sometidas. La clase dominante se sirve de un conjunto de instituciones como las educativas, las religiosas, los medios de comunicación para "educar" a los dominados, para que interioricen su sometimiento y la supremacía de la primera como algo natural y conveniente, evitando cualquier potencialidad reivindicativa. Mas, ese poder monopolizado por una minoría, cuando quiere gozar de estabilidad necesita gobernar también con argumentos.

De ahí la necesidad de las palabras. En esta tarea son claves los intelectuales orgánicos que construyen un relato que fundamenta la ideología dominante. No escasean los que se prestan y se venden ante el poder, lo que no deja de ser una especie de prostitución. Profesores universitarios que desde sus cátedras, en revistas, libros y seminarios adaptan y refuerzan los discursos oficiales para hacerlos más creíbles, condenando los pensamientos alternativos. Periodistas- anda que no abundan en esta España nuestra- que desde importantes púlpitos mediáticos difunden u ocultan parcialmente las noticias. En ese relato es muy importante el uso de las palabras, que frecuentemente son tergiversadas, manipuladas y violentadas para ocultar determinadas realidades sociales. Como señala Juan Carlos Monedero en su libro El gobierno de las palabras. Política para tiempos de confusión desde los poderes establecidos las palabras nos han sido robadas, los significados han sido violentados, los discursos han sido encanallados, desde determinados Think tanks o Comités de Sabios, que aparecen recubiertos con el disfraz de honorabilidad, debido al prestigio que siempre rodea al saber. En definitiva, relatos al servicio de modelos que sirven para la reproducción del marco existente, para el fomento de una actitud conformista, herramienta de intereses particulares presentados como intereses generales e “instrumento de la mentira de Estado y del control de las opiniones”. Ese es el principal estigma de nuestra época.

Nunca fue tan eficiente el gobierno de las palabras. En definitiva, un increíble atraco al imaginario. Veámoslo. Nos cuentan y además nos convencen a una gran mayoría desprevenida, desorientada y aterrada que es inevitable un sacrificio colectivo para reflotar el sistema, al tiempo que se dedican millones de euros para “salvar” a los bancos. Nos repiten “en este barco vamos todos”, cuando tanto en las épocas de bonanza como en las de crisis, los ocupantes de los camarotes de lujo son siempre los mismos. Reduciendo la deuda, nos dicen que llegará el crecimiento económico, al aflorar más capital para la empresa privada que es la que en definitiva crea empleo. Y luego observamos que en España con tantos y tan brutales recortes la deuda pública no sólo no se achica es que se incrementa cada vez más. Alcanza los 961.555 millones de euros al cierre de 2013, el 94% del PIB, el nivel más alto de los últimos 100 años. En los dos últimos años, se ha disparado en 230.000 millones, unos 24 puntos del PIB. Nos dicen que con la reforma laboral llegarán a raudales los puestos de trabajo. Ya los estamos viendo. Si hay un país, donde además del dominio insultante de un relato hegemónico neoliberal, se manifiesta más claramente esta manipulación de las palabras es la España de los populares. Son muy hábiles. Los brutales ataques a los servicios públicos puestos en marcha por Dolores de Cospedal, son presentados con el rimbombante vocablo de “Plan de Garantía de los Servicios Sociales Básicos”. A la vergonzosa amnistía fiscal del ínclito Cristóbal Montoro “proceso de regularización de activos ocultos”. A sus políticas fraudulentas y exentas de cualquier atisbo de justicia social Rajoy, trata de equipararlas en cuanto a modernidad a las de aquellos diputados que aprobaron la Constitución de Cádiz hace 200 años. ¿Y qué podemos decir con las repetidas reformas estructurales? Hay más ejemplos. Es totalmente imprescindible, recuperar el lenguaje en su potencialidad emancipadora, para que irrumpan unos nuevos relatos de emancipación frente a los de sumisión vigentes. Dice bien Emilio Lledó, “si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras acabaremos siendo inconformistas con los hechos”. Afortunadamente cada vez hay más intelectuales que contagian a sus conciudadanos el inconformismo, que es el ADN del trabajo intelectual, que son la conciencia crítica de la sociedad y que marchan con alfileres en la mano pinchando globos y desinflando mitos, según palabras de José Mujica, presidente de la República de Uruguay. A esta labor iniciada por los intelectuales comprometidos se debe sumar la ciudadanía, al respecto resulta muy pertinente la pregunta planteada por Boaventura de Sousa Santos en la Quinta Carta a las Izquierdas: ¿Por qué Malcolm X tenía razón cuando advirtió: “Si no tenéis cuidado, los periódicos os convencerán de que la culpa de los problemas sociales es de los oprimidos y no de los opresores”?

Una reflexión muy interesante sobre el concepto de hegemonía aparece en el libro de 1985 Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de democracia, del argentino Ernesto Laclau y la belga Chantal Mouffe. En el además de otros conceptos son básicos dos, el de antagonismo y el de hegemonía. El primero significa que en el ámbito político son inevitables los conflictos, para los que no existe una solución definitiva. En cuanto al segundo, es el de hegemonía. Ambos son indispensables a la hora de elaborar una teoría política: pensar la política-con la idea presente del antagonismo- exige renunciar a la posibilidad de encontrar un fundamento último y, por tanto, reconocer la dimensión irresoluble y contingente en todo sistema social. Hablar de hegemonía implica que cada orden social no es más que la articulación contingente de relaciones de poder particulares. La sociedad es producto de unas prácticas hegemónicas con el fin de instaurar un cierto orden en un contexto contingente. Mas las cosas podrían ser de otra manera. Todo orden es político y no podrá existir ninguno en ausencia de las relaciones de poder que le dan forma. Hay otros órdenes posibles. Estas consideraciones teóricas tienen unas implicaciones políticas claras. Hoy oímos que la globalización neoliberal es una consecuencia inevitable del destino y que es incuestionable. Conviene recordar la frase de Margaret Thatcher “No hay alternativa”. La socialdemocracia ha aceptado esta idea, cual si fuera un dogma, y piensa que lo único que le queda por hacer es gestionar este orden globalizado, para darle un rasgo más humano. La actual globalización, no es algo natural, es producto de la hegemonía neoliberal y se basa en unas determinadas relaciones de poder. De ahí que es posible ponerla en cuestión, ya que existen alternativas. “Otro mundo es posible”. Siempre existen alternativas, apartadas ahora por el orden dominante, pero pueden actualizarse. Todo orden hegemónico puede ser cuestionado por prácticas contrahegemónicas que intenten desarticularlo para establecer otra hegemonía.

Esta tesis tiene una serie de implicaciones a la hora de plantear unas políticas emancipadoras. Para Laclau y Mouffe el proyecto para la izquierda es la “democracia radical y plural”, una radicalización de las instituciones democráticas existentes para hacer efectivas la libertad y la igualdad cada vez en más ámbitos. Su objetivo es integrar las reivindicaciones de los nuevos movimientos sociales. Ese es el desafío para la izquierda el articular estas nuevas reivindicaciones de los movimientos feministas, antirracistas, homosexuales, ecologistas… con las reivindicaciones de clase. De ahí otro concepto clave el de “cadena de equivalencias”. La izquierda debe establecer una cadena de equivalencias entre esas luchas diferentes para que, cuando los trabajadores definan sus reivindicaciones no olviden las de los otros movimientos. Y a la inversa. El objetivo de la izquierda debería ser instaurar una voluntad colectiva de todas las fuerzas democráticas para radicalizar la democracia e instalar una nueva hegemonía. En este proyecto de democracia radical, si queremos progresar hacia una sociedad más justa en las democracias occidentales, no hay que destruir el orden democrático liberal y partir de cero. Rechazado el modelo revolucionario leninista, en el marco de una democracia pluralista moderna, pueden llevarse a cabo avances democráticos profundos a partir de una crítica inmanente a las instituciones. El problema de las sociedades democráticas modernas no radica en sus principios ético-políticos de libertad e igualdad, sino más bien en el hecho de que esos principios no se han llevado a la práctica, Así, en esas sociedades, la estrategia de la izquierda debería ser la de actuar para que se apliquen tales principios-que no supone una ruptura radical- sino más bien lo que Gramcsi llama una “guerra de posición” para conseguir una nueva hegemonía.

El orden hegemónico neoliberal puede ser cuestionado por otras prácticas contrahegemónicas
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