viernes. 29.03.2024

Por Víctor Corcoba Herrero

Está visto que el problema de la droga es como una mancha de aceite que invade todas las capas sociales y todos los lugares. No hay frontera que se le resista. La ciudadanía suele cerrar los ojos a este azote hasta que no le toca a alguien próximo a su familia o círculo de amigos. Por ello, es una buena noticia que la nueva Estrategia Nacional sobre Drogas insista y persista en promover conciencia social sobre los riesgos que supone cualquier dependencia a sustancias. Entre otras cosas porque aún no se ha conseguido nada al respecto. Las estadísticas nos apuntan datos verdaderamente alarmantes. Lejos de disminuir el consumo, aumenta, y la edad de inicio empieza a edades cada vez más tempranas. ¿Qué hacer, pues, frente a este cataclismo humano causado por las adicciones? La pasividad social es incomprensible, puesto que los adictos son personas sufrientes que, habiendo perdido su libertad por el consumo de estupefacientes, intentan disimular su dolor a sabiendas que la sociedad les excluye y no les entiende; esa misma sociedad y esos mismos poderes públicos que hacen bien poco por perseguir a los traficantes. El supermercado de la droga funciona en cualquier esquina, a cualquier hora y en horario permanente, con todo el descaro del mundo y nadie le hace cerrar la persiana.

La nueva Estrategia Nacional sobre Drogas he dicho que es una buena noticia, otra cuestión es que llegue a ser una realidad eficiente y eficaz. Hay que saltar ese paso, de los buenos propósitos hay que caminar a tomar los hechos como son, una evidencia que precisa medidas contundentes. España puso en marcha su primera Estrategia Nacional sobre Drogas en el año dos mil, sin embargo el calado social no se percibe en absoluto. Necesitamos manos tendidas, miradas más amables y humanizantes de parte de cada uno de nosotros y también de los poderes públicos. La mejor manera de afianzar el rechazo a las drogas sería que no fuese tan fácil conseguirlas. Hoy se habla mucho de prevenir, de anticiparse a situaciones que pueden ocurrir, y paradójicamente se desatiende en sus derechos y necesidades básicas a las personas que necesitan más ayuda. En el papel todo queda bien, pero luego el escenario es otro bien distinto y distante a lo que se propone. El poder económico relacionado con la producción y la comercialización de estas sustancias escapa, la mayor parte de las veces, al control de la ley y de la justicia. Y, por otra parte, cada día son más los adolescentes abandonados a su suerte, sin hogar estable, con la soledad como compañera de viaje y con la calle como centro socioeducativo.

El negocio del mercado y del consumo de drogas demuestra que vivimos en un mundo de hipocresía total. Las propuestas humanas del cambio social suelen dormitar en el espíritu de la ley. Como consecuencia de ello, numerosos adolescentes, niños que no han tenido niñez, piensan que todos los comportamientos son equivalentes, pues ni apenas llegan a distinguir el bien del mal. En su guión de vida no figura el sentido del riesgo y de los límites, entre otras cosas porque nadie se lo ha instruido, y sus conductas carecen de capacidad para el discernimiento. Quizás, pues, la mejor estrategia sea ayudar a vivir, con todo lo que ello significa de ruptura y de esperanza.

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