viernes. 29.03.2024

Por Cándido Marquesán

El profesor José Antonio Estévez Araujo en el artículo Crisis de democracia en Europa habla de un proceso claro de des-democratización, y lo explica con extraordinaria y contundente claridad. Los procesos de globalización han supuesto una pérdida por parte de los Estados de soberanía, que puede ser jurídica o fáctica. Las competencias jurídicas de decisión pueden cederlas a otras entidades como la Unión Europea. Mas también pueden ver reducido su margen de maniobra aun cuando formalmente conserven intactas sus competencias. El primer proceso es “pérdida de soberanía estatal” y, el segundo, “pérdida de autonomía estatal”. Estos dos procesos pueden ser coincidentes o no. Si el poder que los Estados pierden en ambos casos, lo adquieren entidades menos o nada democráticas, esa pérdida de poder implica una pérdida de democracia, una “des-democratización”.

La globalización ha traído consigo una enorme transferencia de facultades de decisión desde los Estados a las instituciones supraestatales. La Organización Mundial del Comercio (OMC), impone sanciones a los Estados si éstos dificultan la libre circulación de mercancías a través de sus fronteras. El Fondo Monetario Internacional (FMI), o el Banco Mundial (BM) imponen la adopción de planes de ajuste económico o de reformas en las instituciones jurídico-políticas de los Estados. En el caso de la Unión Europea (UE), la transferencia de facultades de los Estados hacia la institución supraestatal europea ha sido especialmente intensa. La OMC, el FMI, el BC o la UE son mucho menos democráticos que los Estados o no son democráticos en absoluto (caso del FMI). Obviamente, la transferencia de facultades de decisión a esas instituciones supone una pérdida de poder de los ciudadanos y, como consecuencia, una des-democratización de los procesos de toma de decisiones

Los Estados también han perdido poder en ámbitos donde formalmente conservan sus competencias para decidir. Con la globalización se ha producido un enorme aumento de poder de las empresas transnacionales tan grande que los Estados están indefensos ante ellas. Tienen que negociar con ellas las regulaciones a aplicar, o, en el peor de los casos, dejar que se autorregulen, y estas ejercen como presión frente a los Estados con la amenaza de una posible deslocalización. Por otra parte el funcionamiento de los mercados financieros repercute en el margen de maniobra de los Estados, ya que estos dependen de la financiación privada. Los mercados financieros y las agencias de calificación ejercen una especie de “poder de veto” sobre las decisiones de los Estados. Pueden hundir la economía de un país si éste adopta medidas contrarias a los intereses del sector financiero. Obviamente, ni las multinacionales, ni las instituciones financieras privadas, ni las agencias de calificación tienen nada de democráticas.

Otro aspecto que va en la línea de des-democratización es la privatización del poder político, comprobable en el creciente papel de los lobbies o grupos de interés empresariales en la toma de decisiones sobre todo en la UE y USA, sin contar para nada la opinión de la ciudadanía. Recientemente apareció la noticia de que las elecciones en USA mueven mucho dinero: En concreto en las presidenciales de 2012, fueron más de 6.000 millones de dólares. Se espera que en las de 2016 la cifra se supere. Esos cuantiosos gastos los aportan las grandes empresas. De ahí que nunca se aprobará una legislación sobre el cambio climático para no perjudicar a las grandes compañías petrolíferas; o reformas de Wall Street, que puedan perjudicar al mundo de las grandes finanzas.

Con la globalización entra en crisis el proyecto socialdemócrata al haberse pasado sin ambages al neoliberalismo. Nada más hay que repasar la actuación de estos partidos en la UE. que al conservar la denominación “socialista” mantienen la apariencia de que es posible elegir entre alternativas. Sin embargo, al menos en materia de política económica, esa alternativa electoral no existe. Los ciudadanos europeos no pueden, pues, cuestionar electoralmente la política neoliberal.

Por ende, ya no estamos en sistemas democráticos, sino en regímenes mixtos: un poco de democracia y un mucho de oligarquía.

Por si no fuera ya suficiente para corroborar la tesis expuesta en el título del artículo, ahora quiero fijarme en otro aspecto, basado en el pensamiento de Giorgio Agamben, cuando afirma que estamos en un estado de excepción, en el que la seguridad se ha convertido en el auténtico paradigma de gobernación. Para explicar el concepto de seguridad, resulta pertinente conocer su origen y la función que hoy tiene, para ello Agamben recurre a Michel Foucault, el cual en su curso del Collège de France de 1977-78 fue el pionero en ocuparse de los orígenes de tal concepto, demostrando que provenía de los métodos de gobernación preconizados por Quesnay y los fisiócratas poco antes de la Revolución francesa. El principal problema social en aquella época eran las hambrunas. Hasta entonces habían tratado de combatirlas con el almacenamiento de granos y la prohibición de la exportación de cereales, etc. Los resultados eran desastrosos a menudo.

Para Quesnay no se podían prevenir las hambrunas y todos los resultados de combatirlas eran mucho más perjudiciales que lo que pretendían impedir. Llegados a esta situación surgió el modelo que Quesnay calificó de “seguridad”; que consistía en permitir que se produjeran las hambrunas para estar preparados, una vez llegadas, para intervenir y gobernar en el sentido más oportuno. El actual discurso sobre la seguridad, al contrario de la argumentación gubernamental, no tiene la intención de prevenir el terrorismo o los desórdenes públicos; su función es el control y la intervención a posteriori. Tras las revueltas en la cumbre del G8 en Génova, en julio de 2001, un alto cargo de la policía declaró ante los magistrados que investigaban la actuación de las fuerzas de orden público que el gobierno no pretendía el mantenimiento del orden, sino la gestión del desorden. De ahí todo un conjunto de medidas de control sobre los ciudadanos, considerados todos potenciales delincuentes. Estamos inmersos en un auténtico y permanente estado de excepción, con el argumento de por “cuestiones de seguridad”, que legitima cualquier medida aunque coarte las libertades de la ciudadanía.. En consecuencia, el estado de excepción en Agamben, paradójicamente, no se caracteriza por su anormalidad y provisionalidad y sí por su permanencia a-histórica como práctica paradigmática. La situación excepcional se sustrae así del tiempo histórico para convertirse en una constante, todo el tiempo histórico político se ve absorbido por el tiempo ilimitado de la excepcionalidad. La conclusión de lo expuesto es clara. Debemos, sigue diciéndonos Agamben, preguntarnos por la verdadera naturaleza de la democracia actual. Una democracia limitada a disponer como único paradigma de gobernación, y como único objetivo, el estado de excepción y la búsqueda de la seguridad, deja de ser una democracia.

Lo auténticamente grave es además del silencio de la judicatura, la aceptación por la gran parte de la ciudadanía ante la situación expuesta. Las limitaciones a la libertad que el ciudadano de los países “democráticos” está hoy dispuesto a aceptar y tolerar son infinitamente mayores de las que hubiera consentido unas décadas atrás. Nada más tenemos que observar cómo se ha extendido la idea de que plazas y calles-espacios de libertad y de democracia- deben estar vigilados por cámaras. Más que el entorno de una plaza, parece el de una prisión. Nunca ha habido un mayor control y vigilancia, para lo que se ha creado toda una tecnología. ¿Podemos sentirnos libres paseando por unos espacios vigilados constantemente?

Evisceración de la democracia
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