miércoles. 24.04.2024

Por Miguel Ángel de León

Al suroeste de Manhattan, a un tiro de piedra de la costa, se halla la isla de Ellis, donde los millones de inmigrantes que cruzaban el Atlántico en busca de la misma prosperidad con la que sueñan hoy los inmigrantes que llegan a diario a Canarias, tenían que someterse a exámenes severísimos en los que se dirimía el porvenir de aquella pobre gente que procedía de la vieja Europa. Al llegar a Nueva York, hacinados en barcos herrumbrosos, los inmigrantes se congregaban en cubierta para contemplar la majestuosa Estatua de la Libertad, que alzaba su antorcha con una promesa de hospitalidad, que no siempre era tal, y en cuyo pedestal aparecían esculpidas estas palabras: "Tráeme a tus fatigados, a tus pobres, / a tus masas oprimidas que anhelan libertad, / al miserable desecho de tus atestadas costas; / envíame a los apátridas, doblegados por la borrasca. / Yo levanto mi luz junto al dorado portal".

Al traducirla al polaco, al italiano, a cualquiera de los dialectos de la miseria, la leyenda del pedestal adquiría un prestigio de plegaria, y el ejército de los miserables alzaría la mirada al cielo, rogando a Dios que América fuese, en efecto, el "dorado portal" que proclamaba aquella bendita Estatua. Pero los miserables todavía tendrían que pasar los controles de la isla de Ellis. Allí, los recién desembarcados hacían cola para mostrar su documentación y someterse a capciosos interrogatorios y exámenes médicos que determinaban su salud física y mental. Los débiles, los tullidos y los retrasados eran devueltos a su patria, así como los sospechosos de pertenencia a un partido anarquista o bolchevique. Muchos de estos deportados jamás llegaban a avistar las costas de su país de origen: antes que regresar al infierno del hambre y la mendicidad preferían inmolarse en mitad del frío océano, que les brindaba una muerte igualitaria a todos.

Por la isla de Ellis (yo también llegué hasta ella en barco... turístico) desfilaron a principios del pasado siglo XX, en busca del esplendoroso sueño americano, más de un millón de inmigrantes anuales, durante casi cincuenta años. En la actualidad, en aquella lonja todavía habitada por los llantos y los fantasmas de los parias del mundo, se ha erigido un museo que homenajea su epopeya. Paseando por sus salas, el visitante aprende, de sopetón, la idiosincrasia de ese país, que es a veces tan odiosa como admirable, tan cruel como samaritana. En cada una de las salas, un teléfono emite sin descanso los testimonios de aquellos desharrapados que llegaron a Manhattan sin otra posesión que los piojos, pero con toneladas de ilusión en el alma.

También desde Canarias, y desde esta pobre islita hoy rica de Lanzarote, salieron muchos isleños hacia América, principalmente hacia países hispanohablantes, allá cuando la miseria se adueñó de este Archipiélago que hoy se ha trocado en 7/8 islas de Ellis sobre el mismo Atlántico sonoro. Pero los auténticos miserables no son los que llegan -cuando llegan- a nuestras costas, sino los que los reciben con los ojos inyectados en odio e incomprensión ante la desgracia ajena. Los más brutos del lugar nunca sacan provecho alguno de las sabias lecciones que nos da la historia. ([email protected]).

Los miserables
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