viernes. 19.04.2024

Por Carlos Meca

Hace sesenta años Lanzarote era una isla olvidada que comenzaba a mutar su sistema económico desde los sectores primarios hacia la industria turística. Poco a poco el paisaje se fue transformando al tiempo que el mar, el campo y las salinas se iban abandonando y, con ellas, un modo de vida duro y digno que alimentó a muchas generaciones de conejeros.

Algunos no tardaron mucho en darse cuenta del riesgo que conllevaba la desmesura turística. Desde finales de los 70 aparecieron voces que alertaban de las consecuencias que podría tener una apuesta por un modelo desarrollista y basado en la cantidad en vez de en la calidad. Antes de que se desatara la fiebre del suelo, un grupo de locos utópicos supieron pararse a pensar en otra isla posible y plantearon la posibilidad de crear algo nuevo en la isla, de forma que el gran beneficiado fuese el conjunto de la sociedad de Lanzarote.

Esta isla pudo abrir nuevos horizontes y el trabajo de algunos visionarios ensanchó el orgullo de los lanzaroteños por esta tierra, porque aquí se estaban haciendo dos cosas completamente diferentes: poner en valor los recursos naturales de la isla y denunciar el riesgo de crecer por encima de lo que la lógica recomendaba. Lo primero se consiguió y solo hay que mirar al resto de las islas para saber que aquí se logró realizar algo insólito para la época: despertar una conciencia de cuidado a la isla. Lo segundo se quedó en conato porque el poder del dinero fácil fue más fuerte que los intentos por imponer en Lanzarote ritmos de crecimiento acordes con su capacidad de absorción.

Los últimos quince años han sido una deriva hacia la nada, un retroceso en el espíritu diferenciador de la isla. Los sucesivos gobiernos se han limitado a gestionar la rutina y a intentar que los hoteles se mantuvieran llenos al precio que fuera. Y ese precio ha sido la sumisión a los grandes touroperadores y la precarización de los puestos de trabajo vinculados al turismo, con el resultado descorazonador de un 30% de paro mientras llegan más turistas que nunca a la isla. Algo, evidentemente, ha fallado, porque si de lo que se trataba era de mantener llenos los hoteles y apartamentos, si ese era el objetivo número uno, ¿qué nos queda ahora? ¿aceptar el desempleo y la precariedad laboral como daño colateral del éxito turístico? No parece razonable.

Nos queda recuperar quince años de hastío en la gestión política. Nos queda recuperar el orgullo de vivir aquí frente a los escándalos de corrupción. Nos queda recuperar los valores de respeto por esta tierra y sus habitantes frente al monopolio del dios dinero. Nos queda recuperar la dignidad para las familias que han perdido sus casas a manos de la codicia de los bancos. Nos queda recuperar la ilusión por tener entre las manos un proyecto nuevo y diferenciador, tal como lo tuvieron en los sesenta y tal como lo intentaron a finales de los noventa. Nos queda recuperar el espíritu Lanzarote, la verdadera esencia de Lanzarote que constituye la reivindicación de una forma de actuar y de pensar que ha marcado la diferencia durante décadas. Nos queda seguir haciendo frente a quienes nos tratan de imponer el pensamiento único del crecimiento ilimitado. Nos queda poner encima de la mesa un proyecto político que recoja esa herencia, la actualice, y la ponga al servicio de los intereses de la gente de Lanzarote.

Para eso estamos aquí. Para honrar la inteligencia y la visión de futuro de quienes nos precedieron. Para recuperar la esperanza y el futuro. Para demostrar, otra vez, que las cosas se pueden hacer de otra manera en esta isla de valientes y de visionarios, porque hacer las cosas de otra manera es parte esencial de nuestro ADN.

Un proyecto de isla. Recuperar la esencia de Lanzarote
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