jueves. 28.03.2024

A pesar de lo que se había anunciado en los medios durante las vísperas, las afamadas lágrimas de San Lorenzo de este agosto de 2007 fueron para llorar. En otros sitios las verían como Dios manda, no lo niego ni lo discuto, pero en el cielo de Lanzarote las lágrimas de este año no dejaron huella ni para legañas. Pese a las estupendas noches inmediatamente precedentes, la del domingo madrugada del lunes (la fecha más indicada para presenciar la presunta lluvia de estrellas conocida como las Perseidas, las más afamadas junto con las leónidas, que llegarán allá por noviembre) se nos llenó de nubes y nos quedamos los tres (ella, su perro Mastuerzo y el que esto firma) esperando en vano en Los Morros de este Alto de Ajei. Ni una mala estrella fugaz alcanzamos a ver. Ni un triste meteorito. Figúrate. Un fraude sideral. Y con lo que me había costado convencerla del espectáculo celestial, a pesar de la empírica y científica constatación de que a las mujeres, más pragmáticas y terrenales que los hombres como de aquí a Lima o a la Luna, no es el polvo sideral el que más les interesa, precisamente. Pero así de despistados y toletes somos para determinadas cosas los enamorados de los fenómenos celestiales y de por ahí afuera. Otro año será.

Hubo tiempos mejores, a fe mía. Como aquella espectacular noche de las leónidas que hace unos años se vio mejor que en ninguna otra parte en Lanzarote, hasta el punto que se vinieron para acá científicos extranjeros a puntapala -gringos incluidos- para admirarse ante el fenómeno, pues desde hacía ya más de treinta años no se veía cosa igual en el firmamento.

Sigo sin entender por qué los distintos ayuntamientos lugareños, tan dados a confundir cultura con costura o fiesta con feria de ganado femenino, no han hecho jamás publicidad alguna de ese espectáculo gratuito de los fuegos naturales que son las mal llamadas lluvias de estrellas (un eufemismo, de acuerdo, pero bello y sonoro, y eso lo excusa). Debe ser que esa idea no da votos, pues ni siquiera se necesita concejales nombrados al efecto o asesores gandules designados a dedo para organizar ese aparente caos celestial que en otras décadas asustaban a nuestros abuelos, que se iban a la tumba convencidos de que alguna noche, en perfecto estado de sobriedad, habían visto bailar a las estrellas.

Hasta los perros se percatan del aparente caos sideral, con el susto en el cuerpo y el medio ladrido en la boca. Desde Las Calderas de San Bartolomé, justo en el ombligo de Lanzarote, se contempla a la perfección, cada vez que se da el fenómeno, la orgía de las estrellas fugaces sobre nuestras cabezas, a la altura del Castillo de Guanapay, al Oeste por Los Morros, al Este sobre la Montaña Mina, o al Sur tirando para Playa Honda. Cuando les entra la jiribilla, las leónidas -un suponer- no paran de entrecruzarse, dejando detrás una estela de humo similar a la de los voladores propiamente dichos. Hasta la Enciclopedia se pone poética para definir a las tales leónidas: "Enjambre meteorítico que tiene su radiante en la constelación del León". Más que una acepción, eso es un verso, caballero.

Y encima, como queda dicho, el espectáculo celestial se escenifica invariablemente sin la "coordinación" de ningún consejero o concejal de ninguna institución pública e impúdica. Y gracias a que no intermedia jamás la degradada y degradante clase política de esta pobre islita rica sin gobierno conocido, la fiesta de las estrellas nos sale siempre a sus seguidores gratis total. "Y total, con sólo mirar al cielo", como apostilla mi astrónoma (no confundir con astróloga engañabobos) favorita. Así es que los viejos no exageraban cuando juraban por lo más sagrado que ellos habían visto alguna vez bailar a las estrellas. "De repente se volvieron como locas, y uno no había ni probado el vino". Y los nietos, e incluso los más adultos, convencidos todos de que el abuelo ya había perdido la chaveta. ([email protected]).

...Y las estrellas bailaron
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