La clienta y el periodisto
Llegas de jugar al fútbol casi reventado (no tanto por el juego como por las patadas recibidas por los defensas rivales, que te han debido confundir con Ronaldinho; más quisiera yo), te tiras en el sillón, coges el periódico con una mano y el mando a distancia con la otra y empiezas a cambiar de canales para constatar que no hay nada que ver y que como mejor está la tele es apagada, como es triste fama. Pero, justo cuando ya te disponías a mandar la tele al quinto coño y el mando a distancia a más distancia todavía, escuchas fugazmente a un presunto reportero dicharachero hablando (no es un directo, sino un reportaje supuestamente elaborado con tiempo para corregir errores) de “la clienta”. ¡Ños! Palabras mayores. Mucho cuidadito con eso. Ni las patadas en los tobillos de hace un rato te habían dolido tanto. Esto es un planchazo en toda regla a la sintaxis, la gramática, el léxico y lo que no está en los escritos; todo un cogotazo en el tronco del oído al diccionario, un escupitajo contra tu propia lengua, y todo lo demás son boberías o cáscaras de lapa.
¡La clienta! Ahí es nada el neologismo, la burrada y la redundancia. Y el susto que te llevas, sin venir a cuento, que te acuerdas de Zapatero, el presidente tontuelo, la ministra de (in)Cultura con todos sus respectivos familiares y demás adalides del lenguaje políticamente estúpido, que está llevando a los periodistas a ejercer de meros, simples y simplones perioloristas: repetitivas cajas de resonancia del poder más iletrado que hemos padecido en España desde hace lustros. ¿No han visto ustedes cómo en los últimos meses se han llenado todos los ayuntamientos de concejalas? Pues lo mismito. Debe ser que concejal, sin artículo previo, es masculino... y yo con estos pelos. Sin embargo, no veo a periodistas (ni a periodistos) hablar de concejalos. Y es lo cierto que concejalo tiene tanta lógica como concejala: ninguna. Que alguien me explique entonces este misterio del entontecimiento masivo, porque vivo sin vivir en mí desde que vengo escuchando tamaños disparates a todas horas y por todos lados.
¡La clienta! Tócate los nísperos. Eso va a ser para diferenciarlo del cliento, claro, que es el masculino lógico. Igual que hay una clientela (femenino) y un clientelo. Visto así, tiene lógica la ilógica del lengüín, aunque pueda terminar asustando a la audiencia y al audiencio. A propósito: ¿cómo es que el periodista trabaja en la tele y no en la tela, que sería lo propio si seguimos su mismo razonamiento desasistido de razón?
Algunos (y algunas) han olvidado cosas tan elementales como que los artículos determinados, como su propio nombre indica, determinan el género. Si hablamos de clientes, en plural, ahí entran todos (clientas y clientos, por seguir con el infralenguaje del lince catódico o catatónico). Una vez que colocamos ese artículo determinado ya sabemos de antemano si hablamos de hombre o mujer, de una cosa o un coso. No parece tan difícil de entender. Mucho más complicado es lo de la clienta o la concejala, que se te queda la lengua bailando en la boca, porque ese músculo sabe lo que ignora el cerebro: que un palabro es un palabro, lo diga el ministro, el académico o el periodista (o periodisto, insisto).
Gracias, ZP. A ti te debemos este caos en el lenguaje. Muy propio, viniendo del presidente peor hablado -con diferencia- de los que llevamos vistos durante el actual sistema democrático que dicen que disfrutamos todos los españoles, aunque algunos más que otros. Hemos llegado al esperpento mayúsculo y a la mayúscula esperpenta. Ya hemos dicho que todo es cuestión de oído literario, pero si el redactor se hace el sordo ante esa música no hay nada que hacer.
Junto con los políticos y periodistas, los sindicalistas (y sindicalistos) son de los más afectados y adocenados por esa pandemia de la (in)correción política, estúpidamente o forzadamente igualitaria. Uno de estos últimos, perteneciente a un sindicato médico, llegó a hablar de “embarazadas y embarazados”. Tal cual. Eso por no recordar el episodio del político enrollado que en la afamada Fiesta de la Rama, en Gran Canaria, habló de los “queridos rameros y rameras”. A este ridículo nos lleva la estupidez institucionalizada.
Desde aquí te lo digo, forastero (digo, reportero): tú a mí en la calle no me llamas columnisto mirándome a la cara... (de-leon@ya.com).