Los chinijos son crueles

El precioso gato negro, que no estaba triste ni azul, aparecía siempre en nuestra calle a las cinco de la tarde. Puntual como un reloj suizo. Días tras día. Excepto los domingos, extrañamente. Así es que la presencia del animal a esa precisa hora en la que los ingleses toman el té y los toreros la alternativa, rondando las casas no más salíamos de la escuela, acabó convirtiéndose en rutina.

Un lunes se hizo las siete y pico o siete y poco de la tarde, y nadie había visto todavía al gato por los alrededores.

-Aquí hay gato encerrado -dijo algún gracioso.

Al momento, en improvisado tagoror de urgencia, se acordó por inusual unanimidad ir en busca del gato por todo el pueblo. Después de recorrer prácticamente todas las calles, finalmente dimos con el bicho, al que encontramos echado junto al tronco del viejo eucalipto de la Iglesia a cuya sombra no sólo meaban los perros, como era triste fama. Quieto como un pazguato. Con los ojos semicerrados y el bigote caído, tal que si estuviera o estuviese enfermo. Había que hacer algo, porque a lo peor se nos moría allí mismo el pobre animal, al que ya todos le habíamos cogido algún cariño. Lo que no sabía el gato es que los auténticos animales de esta historia caminábamos sobre dos patas.

-Operarlo, hay que operarlo -resolvió Néstor.

No hizo falta hablar más. Sin títulos de Veterinaria ni remotos conocimientos médicos (ni falta que nos hacía en aquella hora crucial) nos pusimos manos -temblorosas- a la obra: cogimos al gato por el cogote, lo metimos en una bolsa de plástico grueso y nos lo llevamos al garaje del marchante. Allí colocamos al enfermo patas arriba, sobre el capó de un viejo Mercedes, y con la mitad de una hojilla de afeitar usada y un fisquito oxidada le abrimos la barriguita al ahora desinquieto gato desde poco más arriba de los chismes hasta casi la altura del pecho. Nada, una cortadita superficial y sin mayor importancia. Pero el animal no parecía pensar lo mismo, pues no paraba de moverse como un condenado. Hasta que arañó/aruñó a alguien, y entonces decidimos anestesiarlo con una trompada en mitad del mismo hocico. Y ya no se movió más.

Acto seguido le metimos un poco de agua oxigenada en las tripas ("eso lo cura todo", dijo uno de los cirujanos) y algún potingue más, y finalmente le cosimos la barriga con la misma aguja y los mismos atillos gruesos que se usan para coser los sacos de cebollas, cubriéndolo todo después con un esparadrapo. Sin remordimientos de conciencia, porque bien sabía Dios que nuestra intención era buena y noble.

Ahora sólo faltaba esperar a que el gato volviese a dar señales de vida. Mientras tanto, alguien dijo que, aunque la operación hubiese fallado, daba igual porque los gatos tienen siete vidas. Y a lo mejor la legendaria creencia era cierta. A lo mejor. Pero si lo era, debía ser que nuestro gato ya había gastado antes las otras seis vidas. En el garaje lo metimos para operarlo de buena fe y en el garaje se quedó, hasta que su dueño, el marchante, regresó de Las Palmas semanas después y tiró los huesos del animal a la basura. (de-leon@ya.com).