Vascos, vascas y gilipollos
El día 10 del presente mes de abril se publicaba un amplio reportaje en El País, el periódico políticamente más correcto y lingüísticamente peor redactado de España, que trataba precisamente sobre esta pandemia del infralenguaje teóricamente igualitario, progre y enrollado (como una persiana). Recordaba el autor del mismo majaderías como la insoportable muletilla de Ibarretxe con sus “vascos y vascas”, pues el “lindacara” es de los que morirá si entender lo de la economía del lenguaje y que la palabra día -un suponer- incluya también la noche, aunque no hay necesidad de nombrar esta última. Vete tú a hablarle de lógica a un político en permanente celo electoral. Si le recuerdas que el oso es una especie que está en período de extinción, él añadirá: “¡Y la osa!”. Perdónalos, Señor, porque no saben lo que dicen...
En el reportaje de marras, dice el académico Ignacio Bosque que este forzado desdoblamiento “es un artificio que distancia aún más el lenguaje de los políticos [y de los periodistas, añado por mi cuenta y riesgo] del lenguaje común. Si uno habla del nivel de vida de los españoles, es absurdo añadir ‘de las españolas'. Suena incluso ridículo. Si yo le pregunto a alguien cómo están sus hijos se entiende que también le pregunto por sus hijas. No es discriminatorio. Los políticos son conscientes de que la doble forma es artificial. Cuando no tienen delante un micrófono hablan como todo el mundo”. Bosque reconoce que “existe discriminación, pero no en el lenguaje sino en la vida laboral o social. Ésa es la verdadera discriminación de las mujeres. La lingüística es falsa”. Tan falsa como la falsa progresía políticamente correcta de los imbéciles y las imbécilas de la vida pública que quieren imponernos hasta el mal uso que ellos hacen del idioma. Nada extraño, teniendo en cuenta que lo han intentado hasta con el sexo, que no es una obsesión exclusiva del Vaticano, esa multinacional del credo.
Mi abuela siempre llamó hormigos a las hormigas. Pasando de académicos. Y más a sus 98 años recién cumplidos, que no está como para recibir lecciones de nadie, mucho menos de cuatro totorotas (y totorotos) metidos a reguladores políticos del lenguaje, que es esa patria mental que no admite dirigentes ni prohibiciones, pues sólo en el pensamiento anida la libertad más absoluta. Hasta vergüenza da decir o escribir tamañas obviedades, pero los progres de pacotilla creen que pueden pescar votos a puntapala en ese río revuelto del lenguaje reglado por ellos mismos, para que parezca como que hacen o trabajan contra una presunta desigualdad que sólo anida en sus propios prejuicios y complejos. Lo tiene escrito el citado académico Ignacio Bosque: “Muchas personas parecen entender que, al igual que en el Congreso se hacen leyes que regulan la convivencia entre los ciudadanos, en la Real Academia se crean las leyes del idioma. No es así. Las palabras no significan lo que significan porque lo diga el diccionario o porque así lo hayan decidido los académicos en conciliábulo, sea con la participación de mujeres o sin ella. Las lenguas no son el resultado de un conjunto de actos conscientes de los individuos”. Un lector del mismo periódico que nombrábamos en el primer párrafo decía que los que intentan combatir el uso de un lenguaje supuestamente sexista, que sólo existe en la mente de algunos acomplejados (y acomplejadas), mezclan las buenas intenciones con la ignorancia gramatical: “Feministas y feministos podrán decir lo que quieran, pero la gramática española [o el gramático españolo] se elaboró hace al menos un milenio y es intocable mientras no se invente o se cree un nuevo idioma o idiomo”.
Case usted a los homosexuales que quieran ingresar en esa cárcel del matrimonio, porque el masoquismo es libre, pero deje en paz el valor más universal que nos va quedando en este país: un idioma que ha dado una literatura excelsa (a pesar de Suso de Toro, el “escritor” de cabecera de Zapatero, que así habla como habla de mal y hueco) y en el que ahora se entienden y manejan cientos de millones de personas y personos en decenas de países, ajenos todos ellos a la manía reguladora de los que se meten en todo y todo lo acaban encharcando.
El pasado domingo, en la revista de colorines del diario La Vanguardia firmaba un artículo la monotemática Lucía Etxebarria, que si como novelista es mala, como columnista es todavía peor. Original y victimista como ella sola, volvía a repetir la sobada simplonada sobre el machismo en el lenguaje recordando que los lectores que no la soportamos la llamamos “tía coñazo”, mientras que quienes la aguantan, porque en este mundo tiene que haber gente para todo, piensan que es una “tía cojonuda”. De todo lo cual se deduce e infiere que llamarla “tía gilipollas” debe ser un piropo para ella... (de-leon@ya.com).