Mitos o Historia

En 1898 Santiago Ramón y Cajal nos advertía, sin que nadie le haya hecho caso, ni entonces ni ahora: "Se necesita volver a escribir la historia de España para limpiarla de todas estas exageraciones con que se agiganta a los ojos del niño el valor y la virtud de su raza. Mala manera de preparar a la juventud para el engrandecimiento de su patria es pintar ésta como una nación de héroes, de sabios y de artistas insuperables". 

Las palabras de Ramón y Cajal, no son de un podemita, son de todo un premio Nobel de Medicina y no han perdido actualidad. Es muy usual en nuestra escuela enseñar una historia plena de mitos, en detrimento de la historia. Hoy en día en nuestros colegios e institutos se siguen recurriendo a los mitos. Uno de ellos es el de la Transición. La clase política de la dictadura esperaba ansiosa exteriorizar su sensibilidad democrática. Los partidos clandestinos henchidos de patriotismo y su militancia eran conscientes de dejar las diferencias para aunarse en lo trascendental: la monarquía parlamentaria. El monarca esperaba anunciarnos la buena nueva de la democracia. En fin, la ciudadanía, con una madurez y un pragmatismo dignos de nuestra raza, mostraba al mundo cómo se podía pasar de una tiranía totalitaria a una democracia homologable con Occidente.

Hay que poner en su justo término nuestra Transición. Una nueva cronología: Tradicionalmente, las dos fechas empleadas para horquillar la transición de la dictadura a la democracia han sido 1975-1978, el periodo comprendido entre la muerte del dictador y la aprobación de la actual Constitución. Una propuesta de tiempo largo que pretendiera explicar las contradicciones en el seno del bloque de poder de la dictadura y la toma de posiciones de la desigualmente influyente oposición antifranquista debería situar el arranque del recorrido transicional en 1969, con la promulgación de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado y llegar a 1986, primera ocasión en el siglo XX en que un gobierno de centro-izquierda se sucedió a sí mismo sin la intromisión de una intervención militar.

Una lectura que no deseche el conflicto: La realidad de la Transición fue mucho más compleja, inestable, indeterminada, dramática y abierta de lo que se desprende del relato canónico. Las libertades no se regalaron ni se materializaron a partir de un simbólico apretón de manos en la cumbre: se arrancaron con sacrificio, se pagaron con sangre y dolor. Y bajo la amenaza de que sucediese en España algo como lo que tenía lugar por entonces en Latinoamérica con el Plan Cóndor. Como han analizado Xavier Casals o Sophie Baby, el voto ignorado de las armas tuvo un peso nada desdeñable en el devenir de la transición española.

Un reconocimiento a las víctimas de todo tipo de violencia: Valorar lo que costó alcanzar la democracia supone reconocer a las víctimas de todas las violencias: la de los grupos de inspiración nacionalista o ultraizquierdista, pero también la de la extrema derecha y la del Estado. Entre 1975-1982, 665 personas fueron víctimas mortales de la violencia política. De ellas, 162 (el 24%) corresponden a la actividad represiva del Estado. El resto, 503, cayeron víctimas de la violencia terrorista nacionalista y de ultraizquierda. Tales hechos lo explícale libro, Las otras víctimas. La violencia policial durante la Transición (1975-1982) de David Ballester.. Este proceso de democratización, tesis a la que se suma Sánchez Cuenca, fue el más violento de la época; por ejemplo, comparándolo con los de Grecia y Portugal.

Con la Transición no todos ganaron lo mismo. La Transición tuvo unos ganadores efectivos, empezando por los agentes que intervinieron en su diseño, el personal de servicio del Estado y los sectores financieros cuyo poder permaneció intacto. Entre los menos afortunados destaca una clase obrera industrial, que pasó de ser vanguardia de la lucha contra la dictadura a sector residual por efecto combinado de la crisis económica, el posfordismo y la deslocalización, quedando desactivada como sujeto político influyente

¿Transición o transiciones? La Transición no fue solamente la transformación de la superestructura política de una dictadura en una democracia parlamentaria. Hubo cuatro metamorfosis estructurales esenciales que marcaron una ruptura con los significantes culturales del régimen franquista: el radical proceso de secularización; la acelerada revolución sexual que modificó los roles de género, los marcos jurídicos e instituciones sociales como la familia; una profunda crisis del nacionalismo de Estado que la dictadura había impuesto como forma patrimonial, excluyente y castiza de patriotismo, hoy en trance de reconversión; y un extendido pacifismo de tipo humanista y antimilitarista . Quizás han sido estos los únicos terrenos donde se produjo una ruptura radical con lo precedente. Una auténtica ruptura que se logró a pesar de y, en la mayor parte de las veces, en contra del famoso espíritu de la transición.

Hay que separar con nitidez  la Historia de los mitos y leyendas, ya que una de las consecuencias de la pretensión  científica de la Historia es la exigencia de descartar sin ambages cualquier dato no fundamentado. Mas, la propuesta de hacer una Historia libre de vestigios míticos de ningún modo debe llevarnos a dejar de prestar atención a los mitos y leyendas. Que los mitos carecen de la mínima credibilidad o fundamentación empírica indudable. Pero no basta con certificar su falsedad. Si han pervivido a lo largo de tantos siglos, alguna función cumplen. Estudiemos su lugar y comprendamos su función. Pero sin creer en ellos ni, mucho menos, dejarnos tiranizar por ellos.

Según Álvarez Junco, en la España actual, la complacencia con los mitos heredados corresponde, como es lógico, sobre todo a los nacionalismos. Los periféricos resultan quizás más estridentes porque están más a la ofensiva, intentando dominar, o incluso monopolizar, un espacio público al que les fue negado el acceso durante mucho tiempo. Pero quienes no suscribimos sus mitos históricos, y nos escandalizamos ante sus simplificaciones, deberíamos prevenirnos contra la tentación de combatirlos defendiendo los de signo opuesto –los españolistas, los ligados al Estado central–: es decir, frente a los abusos en la enseñanza de Wifredo el Velloso o la batalla de Arrigorriaga, no parece recomendable empeñarse en que se suministre también obligatoriamente una cierta dosis de don Pelayo o la venida de Santiago a España.

Soutworth comentaba en el prólogo a la segunda edición de El mito de la cruzada de Franco y acerca del relato histórico dominante que “Durante cuarenta años, los españoles fueron obligados a tragarse una falsa historia de su país y los efectos secundarios de una dieta tan asquerosa difícilmente pueden pasar en unos meses”. Treinta y dos años después de la promulgación de la Constitución las consecuencias de la infame dieta moral del fascismo son detectables en la escena pública, como no podía ser de otra manera.

Según Álvarez Junco, en la España actual, la complacencia con los mitos heredados corresponde, como es lógico, sobre todo a los nacionalismos. Los periféricos resultan quizás más estridentes porque están más a la ofensiva, intentando dominar, o incluso monopolizar, un espacio público al que les fue negado el acceso durante mucho tiempo. Pero quienes no suscribimos sus mitos históricos, y nos escandalizamos ante sus simplificaciones, deberíamos prevenirnos contra la tentación de combatirlos defendiendo los de signo opuesto –los españolistas, los ligados al Estado central–: es decir, frente a los abusos en la enseñanza de Wifredo el Velloso o la batalla de Arrigorriaga, no parece recomendable empeñarse en que se suministre también obligatoriamente una cierta dosis de don Pelayo o la venida de Santiago a España.

Hay que separar con nitidez la Historia de los mitos y leyendas, ya que una de las consecuencias de la pretensión  científica de la Historia es la exigencia de descartar sin ambages cualquier dato no fundamentado. Mas, la propuesta de hacer una Historia libre de vestigios míticos de ningún modo debe llevarnos a dejar de prestar atención a los mitos y leyendas. Que los mitos carecen de la mínima credibilidad o fundamentación empírica indudable. Pero no basta con certificar su falsedad. Si han pervivido a lo largo de tantos siglos, alguna función cumplen. Estudiemos su lugar y comprendamos su función. Pero sin creer en ellos ni, mucho menos, dejarnos tiranizar por ellos. Y uno de esos mitos es de la Transición, presentada como el paradigma del consenso, del diálogo, entre todos los españoles, que borraba de raiz todo un pasado preñado de luchas fratricidas.

Todo proyecto político de país necesita de un mito fundacional que lo legitime. Antes de la Transición España no había tenido un acontecimiento identitario que generase un reconocimiento amplio de la ciudadanía. Constatada esta debilidad, en los ochenta se trató de levantar una identidad nacional renovada sobre dos bases: sobre la base material de un proyecto de modernización del país del que podríamos hablar mucho y sobre la base simbólica de una identificación colectiva de los ciudadanos con la Transición. Para lograr esta identificación colectiva hacía falta un relato que devolviera la autoestima a los españoles al presentarles como un gran pueblo que gracias a la reconciliación nacional, al consenso y a la moderación consiguió recuperar las libertades e incorporarse a Europa. Así que ese relato se convirtió en memoria oficial y en conmemoración constante por todos los gobiernos”.

a) Una nueva cronología: Tradicionalmente, las dos fechas empleadas para horquillar la transición de la dictadura a la democracia han sido 1975-1978, el periodo comprendido entre la muerte del dictador y la aprobación de la actual Constitución. Una propuesta de tiempo largo que pretendiera explicar las contradicciones en el seno del bloque de poder de la dictadura y la toma de posiciones de la desigualmente influyente oposición antifranquista debería situar el arranque del recorrido transicional en 1969, con la promulgación de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado y llegar a 1986, primera ocasión en el siglo XX en que un gobierno de centro-izquierda se sucedió a sí mismo sin la intromisión de una intervención militar.

Una lectura que no deseche el conflicto: La realidad de la Transición fue mucho más compleja, inestable, indeterminada, dramática y abierta de lo que se desprende del relato canónico. Las libertades no se regalaron ni se materializaron a partir de un simbólico apretón de manos en la cumbre: se arrancaron con sacrificio, se pagaron con sangre y dolor. Y bajo la amenaza de que sucediese en España algo como lo que tenía lugar por entonces en Latinoamérica con el Plan Cóndor. Como han analizado Xavier Casals o Sophie Baby, el voto ignorado de las armas tuvo un peso nada desdeñable en el devenir de la transición española.

Un reconocimiento a las víctimas de todo tipo de violencia: Valorar lo que costó alcanzar la democracia supone reconocer a las víctimas de todas las violencias: la de los grupos de inspiración nacionalista o ultraizquierdista, pero también la de la extrema derecha y la del Estado. Entre 1975-1982, 665 personas fueron víctimas mortales de la violencia política. De ellas, 162 (el 24%) corresponden a la actividad represiva del Estado. El resto, 503, cayeron víctimas de la violencia terrorista nacionalista y de ultraizquierda. La transición española resultó mucho más sangrienta que las coetáneas griega o portuguesa. Sobre este tema publiqué en este medio el 20 de noviembre de 2022 el artículo “Las víctimas desconocidas de nuestra Inmaculada Transición” para cuya redacción me basé en el libro Las otras víctimas. La violencia policial durante la Transición (1975-1982) de David Ballester. La Transición no fue pacífica lo afirma también Paloma Aguilar en el libro, del que es coautora Leigh A. Payne, El resurgir del pasado en España. Fosas de víctimas y confesiones de verdugos, de enero de 2018, ya que hubo una violencia muy intensa, en la que participaron desde la extrema derecha a la extrema izquierda, pasando por movimientos independentistas (ETA) y por el aparato de seguridad del Estado. Este proceso de democratización, tesis a la que se suma Sánchez Cuenca, fue el más violento de la época; por ejemplo, comparándolo con los de Grecia y Portugal.

d) Con la Transición no todos ganaron lo mismo: al aplicar el análisis al tiempo largo se aprecian mejor los condicionantes que limitaron en su momento la consecución de horizontes más amplios, como el cuestionamiento de la forma del Estado, el federalismo o el laicismo. La Transición tuvo unos ganadores efectivos, empezando por los agentes que intervinieron en su diseño, el personal de servicio del Estado y los sectores financieros cuyo poder permaneció intacto. Entre los menos afortunados destaca una clase obrera industrial, que pasó de ser vanguardia de la lucha contra la dictadura a sector residual por efecto combinado de la crisis económica, el posfordismo y la deslocalización, quedando desactivada como sujeto político influyente. Es evidente que en la Transición determinadas instituciones fueron muy bien tratadas y blindadas en nuestra Carta Magna: la Monarquía, el Ejército y la Iglesia. Sobre este tema en este mismo medio publiqué el 30 de agosto de 2020 el artículo, Monarquía, Ejército e Iglesia, ¿por qué son las instituciones privilegiadas y blindadas en la Constitución de 1978?

¿Transición o transiciones? La Transición no fue solamente la transformación de la superestructura política de una dictadura en una democracia parlamentaria. Hubo cuatro metamorfosis estructurales esenciales que marcaron una ruptura con los significantes culturales del régimen franquista: el radical proceso de secularización; la acelerada revolución sexual que modificó los roles de género, los marcos jurídicos e instituciones sociales como la familia; una profunda crisis del nacionalismo de Estado que la dictadura había impuesto como forma patrimonial, excluyente y castiza de patriotismo, hoy en trance de reconversión; y un extendido pacifismo de tipo humanista y antimilitarista . Quizás han sido estos los únicos terrenos donde se produjo una ruptura radical con lo precedente. Una auténtica ruptura que se logró a pesar de y, en la mayor parte de las veces, en contra del famoso espíritu de la transición.

Hay que romper con esa visión angelical e inmaculada de nuestra Transición. Hay que contar lo que ocurrió realmente, desmitificándola. Pero esta nueva visión, que sigue las últimas investigaciones historiográficas, ha estado y sigue estando sometida a todo tipo de reticencias por parte de determinados poderes políticos, económicos e historiográficos. La Transición ha sido mitificada, como si fuera un fetiche. Se ha convertido también en una mala costumbre que siempre que la democracia en España sabe a decepción o engaño, se recurre a la Inmaculada Transición, como si fuera el bálsamo de Fierabrás para solucionar todos los problemas. Esos supuestos valores, no los cito al ser conocidos por todos, son cuestionables, aunque quien tiene la valentía de hacerlo es acusado con acritud de poner en peligro nuestra democracia que tantos esfuerzos nos ha costado construir. Afortunadamente ya abundan bastantes que cuestionan esos valores. Uno de ellos es Juan Carlos Monedero en su libro la Transición contada a nuestros padres. Nocturno de la democracia española. Y Gregorio Morán en su artículo La transición democrática y sus historiadores, de 1992, donde nos cuenta que la clase política de la Transición y sus historiadores se llevaron muy bien, al reunirse para decidir cómo se escribiría la historia, en mayo de 1984 en San Juan de la Penitencia, en Toledo, a instancias de la Fundación José Ortega y Gasset. Así fue posible que el gremio de historiadores especializados en la Transición construyera una historia angelical basada en los testimonios de los protagonistas. La clase política de la dictadura esperaba ansiosa exteriorizar su sensibilidad democrática. Los partidos clandestinos henchidos de patriotismo y su militancia eran conscientes de dejar las diferencias para aunarse en lo trascendental: la monarquía parlamentaria. El monarca esperaba anunciarnos la buena nueva de la democracia. En fin, la ciudadanía, con una madurez y un pragmatismo dignos de nuestra raza, mostraba al mundo cómo se podía pasar de una tiranía totalitaria a una democracia homologable con Occidente.