Entre acequias y truchas de batata
María sentía que en aquella acequia fría y de agua transparente su ropa se lavaba mejor; la pileta no era tan buena. El olor a estiércol y aquella escudilla que llevaba a casa de Juanito, grande y pesada, le recordaban el gofio, y le encantaba tomar la leche calentita.
"Muchacha, no paras en todo el día, eres un saltaperico", le decía su padre siempre lo mismo, pero sonreía y le acariciaba la cabeza.
El olorcito a puchero en casa, su madre majando la carne para que estuviera más tierna, ese aroma a hogar, a pan de matalahúva… Y los sábados con su padre, acostada para escuchar el transistor pequeño, a José María García.
Se acercaba la Navidad, y María hacía un recuento de su infancia. No olvidaba detalle alguno.
Abuela Pepa le daba comida para que subiera un pizco de peso, porque decía que parecía un guerrero. Abollada y a reventar, se quedaba tras comer el potaje de berros o el caldito de millo.
Desde el avión se divisaba el Charco de San Ginés; las cholas, dejadas de cualquier manera, esperaban para tirarse a margullar. "No te alongues, que te jincas del muro abajo". A veces creía que sus padres habían tenido un torbellino en lugar de una niña.
El cachito de turrón duro y aquellas truchas que hacía su madre, con un almíbar único, pasas y almendras... Todavía olía el delantal de su madre, impregnado de canela y con manchas de amor, siempre dispuesta a darles lo mejor. María había heredado de ella el gusto por la cocina y, sobre todo, por hacerlo con cariño.
Su padre, amante del cine, la llevaba al matiné para ver clásicos del séptimo arte. María era feliz cuando abría su cajita llena de trocitos de cielo, donde sus padres bailaban al son de ese universo que daba forma a su vida.
Recordaba aquel pijama que estrenaba la noche de Reyes, con mariposas que escondían ilusión y cuyas alas revoloteaban en su carita para ayudarla a dormirse pronto.
Qué gran fortuna era tener esos recuerdos, que sólo ella podía ver. Las imágenes de su infancia aparecían vívas. Gracias a ese agasajo que la vida le había dado, hoy podía dividir su corazón y repartir "trocitos de cielo" entre quienes la rodeaban.
Como bien escribió el poeta canario Tomás Morales:
"La infancia es un país al que jamás regresaremos, salvo en los sueños o en la memoria."
Estaba segura de que su padre seguía escribiendo en ese cielo azul donde vivía; lo hacía como nadie.