Por Cándido Marquesán
Desde el Estado se trabajó a conciencia en la Transición para diseñar el discurso del consenso, de la reconciliación, de la normalización democrática, tarea a la que se prestaron numerosos periodistas, políticos, historiadores, artistas, intelectuales, etc. Una prueba fue la reunión mantenida entre la clase política de la Transición y sus historiadores, en mayo de 1984 en San Juan de la Penitencia, en Toledo, organizada por la Fundación José Ortega y Gasset, para construir un determinado relato. Relato que lo explica con una claridad apabullante Amador Fernández-Savater en su artículo La Cultura de la Transición (CT) y el nuevo sentido común. La CT define el marco de lo posible y a la vez distribuye las posiciones. Prescribe lo que es y no es tema de discusión pública: el régimen del 78 queda así “consagrado” y fuera del alcance del común de los mortales. Fija qué puede decirse de aquello de lo que sí puede hablarse (sobre todo cuestiones identitarias, de costumbres y valores). Aquí hay dos opciones básicas: progresista y reaccionaria, ilustrada y conservadora, izquierda y derecha. La alternativa PP/PSOE (y su correlato o complemento mediático: El Mundo/El País, Cope/Ser) materializa ese reparto de lugares. La CT no es una de las opciones, sino el mismo tablero de ajedrez: el marco regulador del conflicto. Por último, dispone también quién puede hablar, cómo y desde dónde. La CT está afectada por una profunda desconfianza en la gente cualquiera, que se expresa bien como desprecio, bien como miedo, bien como paternalismo.
Ese relato de la Transición también invadió el ámbito de la literatura y el arte. Luisa Elena Delgado en La nación singular. Fantasías de la normalidad democrática española (1996-2011), al que sigo a grandes rasgos en las líneas que siguen, comenta cómo el Premio Planeta se concedió en 1977, 1978 y 1979 a Jorge Semprún, Juan Marsé y Manuel Vázquez Montalbán, a un exiliado exdirigente del PCE y dos intelectuales de izquierda, transmitiendo el mensaje de que la reconciliación de las letras estaba en marcha. La estrategia de integración de artistas exiliados y/o disidentes despojados de su ideología política, se comprueba en las conmemoraciones oficiales que en la última década del siglo XX tuvieron escritores, como García Lorca o Luis Cernuda. En 1998, tras una reunión del patronato de la Residencia de Estudiantes, el presidente del Gobierno J.M. Aznar dijo: Espero que a Federico, luz universal de la cultura española, que nadie lo encierre en ningún sitio…Hablaba de lo absurdo que es fijarse, cuando se habla de escritores tan universales, en lo que significan viejas historias o adscripciones ideológicas. La poesía, al final, no tiene ideología; la poesía es espíritu, es belleza, es humanidad, y eso no tiene ideología... Reducir su obra a puro espíritu y belleza, supone eliminar partes claves de ella, como las críticas con gran carga ideológica al autoritarismo, al racismo, a la pobreza, a la represión sexual y al capitalismo. Lo mismo puede decirse de apelación a la cultura sin ideología, en relación a las celebraciones oficiales de la llegada a la Residencia de Estudiantes del legado de Luis Cernuda en 1997, en las que José María Aznar decía que se podía hablar de esos autores porque las viejas querellas que ellos representaban habían quedado “donde habite el olvido” (citando de forma bastante descontextualizada el famoso poema de Cernuda). Siendo cuestionable que las querellas y tensiones ideológicas reflejadas en la poesía de Cernuda estuvieran olvidadas y superadas en 1997, lo que es incuestionable es que en su caso la única manera de ser celebrado oficialmente era omitiendo la especificidad de sus posiciones personales, y los motivos de su conflictiva relación con la españolidad, que podemos observar en su amarguísimo “Díptico español”, del que reproduzco algunas estrofas:
DÍPTICO ESPAÑOL
I. Es lástima que fuera mi tierra
A Carlos Otero
Cuando allá dicen unos
Que mis versos nacieron
De la separación y la nostalgia
Por la que fue mi tierra,
¿Sólo la más remota oyen entre mis voces?
Hablan en el poeta voces varias:
Escuchemos su coro concertado,
Adonde la creída dominante
Es tan sólo una voz entre las otras.
Lo que el espíritu del hombre
Ganó para el espíritu del hombre
A través de los siglos,
Es patrimonio nuestro y es herencia
De los hombres futuros.
Al tolerar que nos lo nieguen
y secuestren, el hombre entonces baja,
¿Y cuánto?, en esa dura escala
Que desde el animal llega hasta el hombre.
Así ocurre en tu tierra, la tierra de los muertos,
Adonde ahora todo nace muerto,
Vive muerto y muere muerto;
Pertinaz pesadilla: procesión ponderosa
Con restaurados restos y reliquias,
A la que dan escolta hábitos y uniformes,
En medio del silencio: todos mudos,
Desolados del desorden endémico
Que el temor, sin domarlo, así doblega.
La vida siempre obtiene
Revancha contra quienes la negaron:
La historia de mi tierra fue actuada
Por enemigos enconados de la vida.
El daño no es de ayer, ni tampoco de ahora,
Sino de siempre. Por eso es hoy.
La existencia española, llegada al paroxismo,
Estúpida y cruel como su fiesta de los toros.
Un pueblo sin razón, adoctrinado desde antiguo
En creer que la razón de soberbia adolece
y ante el cual se grita impune:
Muera la inteligencia, predestinado estaba
A acabar adorando las cadenas
y que ese culto obsceno le trajese
.Adonde hoy le vemos: en cadenas,
Sin alegría, libertad ni pensamiento.
Si yo soy español, lo soy
A la manera de aquellos que no pueden
Ser otra cosa: y entre todas las cargas
Que, al nacer yo, el destino pusiera
Sobre mí, ha sido ésa la más dura.
No he cambiado de tierra,
Porque no es posible a quien su lengua une,
Hasta la muerte, al menester de poesía.
La poesía habla en nosotros
La misma lengua con que hablaron antes,
y mucho antes de nacer nosotros,
Las gentes en que hallara raíz nuestra existencia;
No es el poeta sólo quien ahí habla,
Sino las bocas mudas de los suyos
A quienes él da voz y les libera.
¿Puede cambiarse eso? Poeta alguno
Su tradición escoge, ni su tierra,
Ni tampoco su lengua; él las sirve,
Fielmente si es posible.
Mas la fidelidad más alta
Es para su conciencia; y yo a ésa sirvo
Pues, sirviéndola, así a la poesía
Al mismo tiempo sirvo.
Soy español sin ganas
Que vive como puede bien lejos de su tierra
Sin pesar ni nostalgia. He aprendido
El oficio de hombre duramente,
Por eso en él puse mi fe. Tanto que prefiero
No volver a una tierra cuya fe, si una tiene, dejó de ser la mía, Cuyas maneras
rara vez me fueron propias,
Cuyo recuerdo tan hostil se me ha vuelto
y de la cual ausencia y tiempo me extrañaron.
No hablo para quienes una burla del destino
Compatriotas míos hiciera, sino que hablo a solas
(Quien habla a solas espera hablar a Dios un día)
O para aquellos pocos que me escuchen
Con bien dispuesto entendimiento.
Aquellos que como yo respeten
El albedrío libre humano
Disponiendo la vida que hoy es nuestra,
Diciendo el pensamiento al que alimenta nuestra vida.
¿Qué herencia sino ésa recibimos?
¿Qué herencia sino ésa dejaremos?
Y si hay un acontecimiento cultural (mal)usado por el Estado para reflejar el relato de la Transición, fue la llegada del Guernica de Picasso a Madrid, y su ubicación en 1981 en el Casón del Buen Retiro y en 1992, su traslado triunfal, al Reina Sofía. No deja de ser irónico que fuera Picasso quien ofreciera a la España democrática la imagen más icónica de la recuperación de la normalidad democrática. Ya en 1982, Antonio Saura publicó su libelo Contra el Guernica, pasando prácticamente desapercibido, mas no solo en aquel entonces, yo acabo de conocerlo estos días, y como yo otro colegas, por la obra de Luisa Elena Delgado, de origen español y nacionalidad venezolana, profesora de literatura española en la Universidad de Illinois.
Saura con grandes dosis de emotividad y provocación manifestó su oposición al uso amable de una obra creada para suscitar un debate sobre el pasado, y no para ocultarlo. Su hondura significativa, con el enfrentamiento fratricida, el primer bombardeo sobre la población civil, y la connivencia del régimen franquista con el Tercer Reich, se diluye en un simbolismo de concordia y reconciliación, al que hay que sumarse para no ser acusado de resentido. Además el carácter revolucionario del Guernica no se circunscribe a su mensaje, sino también a su propia estética vanguardista, que no fue bien comprendida tampoco en su momento por la izquierda, que consideró poco inteligible para la mayoría y, por tanto, para el propósito propagandístico que se le quería dar.
Aunque los discursos oficiales de la Transición pretendieran mitigar el contundente mensaje del Guernica, es evidente que no podían desactivarlo completamente. Quizá una de las imágenes más evidentes de la fragilidad de la reconciliación que la llegada del cuadro simbolizaba fue la que muestra al Guernica custodiado y protegido por un cristal antibalas, mantenido durante más de una década, y por la Guardia Civil, cuerpo que acaba de protagonizar pocos meses el 23-F. Como señala Juan Carlos Monedero en La Transición contada a nuestros padres. Nocturno de la democracia española, el cristal era el símbolo de una democracia a la que se miraba desde un escaparate, una democracia que nacía atenazada por el horror y que todavía tenía que esperar para poderse manifestar en plenitud.
El coraje de Saura fue impresionante, ya que como manifiesta Félix de Azúa en el prólogo del libelo, en los medios ilustrados españoles, atacar el Guernica en 1980, era como atacar al Che Guevara en 1970, a Stalin en 1950 o a Franco en 1940, un pecado contra el Espíritu Santo. El conglomerado de intereses sentimentales, económicos y también políticos, que se había adherido como un grumo pestilente a la gran machine era de alcurnia vaticana.
Saura redactó su obra en forma de sentencias, iniciadas con las palabras “odio”, “detesto” o “desprecio. Ahí van dos.
“Odio el Guernica, en estos días de cicuta y crisantemos, “porque ya podrán repicar los cascabeles de la mojigatocracia, esbozar sonrisas de cocodrilo los politiqueros de la cultura y entonar carolsoles disfrazados de noviembre los alguaciles del retroconformismo neoprogresista”.
Termino con otra del Réquiem para el Guernica, redactado en 1992, con ocasión de su traslado al Reina Sofía: “Detesto imaginar qué hubiera dicho Picasso si hubiese sabido que el Guernica llegaría a España en un régimen monárquico, protegido por la Guardia Civil, siendo Calvo Sotelo presidente del Gobierno y un cura director del Museo del Prado, habiendo sido encerrada la pintura en una urna cristalina bajo la protección permanente de las metralletas, y años más tarde en una pecera antibalas por capricho de un Gobierno socialista antimarxista”.