Leí ayer en la edición impresa de este mismo diario el artículo “Ninguna bandera me pone la carne de gallina”, firmado por Fernando Marcet Manrique. Mientras lo leía, una curiosa miraba por encima de mi hombro y convertía la afirmación en pregunta formulada en voz alta: “¿Ninguna bandera me pone la carne de gallina? Pues a mí hay banderas que me ponen a cien, como el Antonio...”. Así están hoy las mujeres de ahora, muy malcriadas. Aparte del culebrón de la tele, no se toman nada en serio (esto último lo escribo en broma, como se deduce fácilmente, pero lo recalco por si acaso está de guardia alguna de esas feministas que suelen tener el mismo sentido del humor que Panchito Franco, pizco más o menos).
Los sufridores habituales de esta tribuna saben que no me va a quedar más ni mejor remedio que compartir casi punto por punto lo escrito en su columna por Marcet (el corrector de mi ordenador sólo acepta Marcel, vaya usted a saber por qué), puesto que he dedicado docenas de artículos a constatar y denunciar el creciente peligro de las banderas (los trapos) y las banderías (las siglas, la militancia), pues unas y otras atontan y fanatizan por igual al personal, como es triste fama. La trapofilia (si se me permite el neologismo fácilmente comprensible), antónima de la trapofobia que nos afecta a otros, es droga dura que engancha mortalmente a los más incautos o huérfanos de lecturas provechosas.
En Canarias, lamentablemente, tampoco somos ajenos a ese falso debate de orates. También aquí andamos todavía, a estas alturas de 2007, en la duda existencial sobre la idoneidad de quedarnos con el trapo de los dos perros que aguantan el escudito oficial o si optamos por la ilegítima y extraoficial bandera canaria que se sacó de la manga un día que andaba aburrido don Antonio Cubillo, a quien Dios o Alcorán/Alcorac guarde muchos años con salud. Una enseña, la cubillista, que encima toca la casualidad que es de mi quinta, la condenada. Pero, por más que digan misa y añadan el sermón de las siete palabras los enteradillos o iluminados de turno, afirmar alegremente que el pueblo canario está mayoritariamente decantado hacia su uso no deja de ser una impresión absolutamente subjetiva. No consta en ningún sitio que se haya convocado suerte alguna de plebiscito o referéndum popular al efecto y al respecto, salvo involuntario error u omisión por mi parte.
El filósofo vasco Fernando Savater, en su novela “El jardín de las dudas” (finalista del Premio Planeta en 1993, cuya lectura resulta más que recomendable en plena época estival), se inventa una historia y una relación meramente epistolar entre una supuesta condesa de Montoro y su admirado maestro de filósofos Voltaire. Este último dejó escrito, entre otras impagables y sabias sentencias, que "toda secta es una bandera de error". Y yo tengo para mí que se le puede dar perfectamente la vuelta a esa frase y afirmar, con no menos razón, que "toda bandera es una secta errada".
Como hay que tomarse a broma lo que no es serio, ya he dejado escrito aquí mismo en alguna ocasión anterior que sigo apostando y abogando por una bandera con ocho zurrones de gofio. Primero porque el gofio, aunque no le guste a Marcet, es mucho más representativo de Canarias que cualquier estrellita verde, encarnada o canela; y luego porque La Graciosa también existe, y estaría hasta feo que la olvidáramos en la mismísima enseña regional. Incluso podríamos dibujar en el trapo ocho guaguas (nunca autobuses), pero toca la casualidad que, en contra de lo que creen algunos “herribatagofios” de los que gustan trocar la historia a su cerril antojo y conveniencia militante o militonta, la guagua no es palabra guanche, por la simple razón de que los guanches no iban en guagua y nunca vieron una ni en pintura. Pero no es mal título para otro artículo: “La guagua del guanche”. (de-leon@ya.com).