En una conferencia sobre la inminente cita con las urnas (o con la abstención, que es igual de legítima, democrática y constitucional) del 9 de marzo entrante, organizada por la Asociación de lo que va quedando de la Prensa de Santa Cruz de Tenerife, un reputado y respetado socióloco (sociólogo, perdón), jurista y experto en sistemas electorales a la sazón, recordaba días atrás que lo que él llama “inhibición de voto” (abstención, en cristiano no cursi) ha superado el 30% en todas las elecciones generales, excepto las de 1977 y 1982, ambas por motivos que todos podemos entender fácilmente. Por supuesto y por descontado, el porcentaje abstencionista siempre ha sido muy superior a esa media en Lanzarote, que sigue siendo la isla más abstencionista -y creciendo, a Dios gracias- de toda Canarias y parte del extranjero desde los albores de esto que llaman democracia (y yo soy astronauta en mi tiempo libre, puestos a contar mentiras).
Decía el sociólogo de marras, de cuyo nombre no quiero acordarme, que existe una “profunda inquietud por las altas cotas de abstención”. ¿Y no hay “profunda inquietud” por las altas cotas de manifiesta ineptitud y desvergüenza política que se registra en todo el Archipiélago? Menos mal que el hombre se aviene al menos a reconocer que ese alto registro abstencionista supone -son sus palabras- “una deslegitimación de los cargos públicos”. ¿Se entiende ahora por qué algunos insistimos en advertir que la abstención no es inútil? ¿Acaso es más útil el que sigue votando a los inútiles que el que se limita a decir que el rey va desnudo y le hace saber que no se fía de él absteniéndose juiciosamente de sumarse a la ceremonia de la inercia ante la urna?
Los abstencionistas como el que esto firma hemos votado en alguna ocasión anterior (antes del desengaño más absoluto al que nos ha llevado una fauna infame de supuestos defensores públicos), y luego algunos -muy pocos, valgan verdades- nos hemos dedicado a dar la vara y la tabarra en los medios de comunicación que nos permiten tamaña osadía, abogando pública y modestamente (somos un granito en el desierto, una gota en el océano frente a la inmensidad del poder económico y mediático de los partidos políticos), en vista de lo que hay, por la abstención, por esa bendita abstención activa que en esta pobre islita rica sin gobierno conocido ya es, paradójicamente, el voto (o el antivoto, tanto monta), mayoritario... y subiendo, insisto en recalcar. Y si empezamos a ser una mayoría, ¿desde qué presupuestos democráticos se nos puede ningunear, despreciar o insultar?
Cada vez que se acercan nuevas elecciones, a cada paso hacia las urnas, en este mismo rinconcito impreso y digital, hemos repetido nuestro particular grito de guerra incruenta: "Vota por tu dignidad, abstente". Menos batatero, los fundamentalistas del voto me han llamado de casi todo por osar escribir no más que lo que pienso, por insistir en recalcar una evidencia de la que cada día estoy más convencido (me convencen ellos, los que me han abocado al total agnosticismo ante esta ridícula y peligrosa partitocracia). Pero a los demócratas de salón que insultan a los que no imitamos mecánicamente sus acciones les digo lo de siempre: tanto daño me hagan como miedo les tengo. El insulto y la amenaza, como se sabe, es pura esencia democrática...
Otro lema: “Vota por tu dignidad: no votes a los que no son dignos de tu voto”. (de-leon@ya.com).