El jueves veinte de noviembre de mil novecientos setenta y cinco me faltaban diez días para cumplir ocho años.
Como nunca tuve celebraciones de los siete anteriores, ese octavo tampoco iba a ser diferente. Pero aquel veinte de noviembre provocaría la excepción al cambiarme las rutinas de toda la semana siguiente. Primero me produjo una cierta frustración y después alcancé un bofetón de los pocos que me dio mi madre, pero que en aquellas circunstancias no me afectó demasiado.
La frustración:
El año anterior, 1974, había sido bastante lluvioso y en los charcos pasábamos una cuadrilla de entre siete y ocho chinijos, algunas horas de juegos y de parloteos de cierta intelectualidad. A veces nos poníamos bastante trascendentales y por supuesto también embostados de barro hasta las orejas.
No sé a quién se le ocurrió la idea de la pregunta recurrente de qué queríamos ser cuando fuéramos más grandes. Maestros, abogados, comerciantes, futbolistas, y no sé cuántas cosas más. Ya desde entonces nunca sabría contestar a esa impertinente pregunta, y a estas edades mías sigo sin saberlo. Puede que por eso sea nada, nadie.
Uno del grupo, más espigado que los demás, nos sorprendió al no elegir una profesión, sino que expuso quien quería ser: - Yo cuando sea grande quiero ser Franco.
- ¿Y qué trabajo es ese? - Preguntó uno que no tenía ni idea de quién era el tal Franco, y yo tampoco.
- No es un trabajo. Es un hombre.
- ¿Un hombre? ¿Y por qué quieres ser ese hombre?
- Pues porque Franco no se muere nunca. - Y sacó del bolsillo un duro, la moneda con un valor de cinco pesetas.
¡Coño, ya todos queríamos ser aquel hombre de las monedas! !El hombre que no muere nunca! Sin embargo, apenas un año más tarde, el cabezón que aparecía en las pesetas y en los duros también se murió. ¡Anda que vaya un acierto! ¡Menuda frustración, el dueño del dinero también se muere!
El bofetón:
Andaba repitiendo casi con ocho años primero de la E.G.B. La Educación General Básica. Sí, como lo leen. Bueno, el caso es que el año anterior apenas fui a la escuela y engañaba a mi madre porque en vez de ir a clase donde hoy está el Velatorio, (ya me parecía desde la infancia que aquel recinto no era augurio de buenas cosas) me escondía por la zona de la iglesia, en la cueva de las cabras de mi abuelo, en otras cavernas que llamaban el corral del pueblo, y en fin, en lugares donde me sintiera seguro.
Hasta los seis años fui libre, verdaderamente libre. Jugando con los chicos en la meseta, la caldera de los aljibes, en el mar de jable que se extiende por detrás, por delante y a los lados de las montañas de mi pueblo, buscando papas crías, nidos de pájaros, cazando regaltijas ratones y perinquenes, (lagartijas, perenquenes) o yendo a pastorear el ganado con mi abuelo, y acompañando a los chicos que guardaban sus cabras, hasta el día aquel en que mi madre me llevó arrastrándome hacia la escuela entre llantos y tirones impidiendo mi escapada.
Un fregoteo frío mañanero inesperado recibiendo ya las primeras tortas, porque con una pierna fuera y la otra dentro del barreño, quería escaparme de aquella incomprensión cuando el agua y yo éramos auténticos enemigos.
La ropa desconocida no era la de ir a misa los domingos, los zapatos duros sí. Aquellos calcetines canelos, un pantalón corto gris de cuadros con peto y tirantes, una camisa blanca impoluta, (un peligro no ensuciarla),y una chaqueta de punto también canela como los calcetines, no me parecía que fueran para ir a una fiesta.
El consuelo, que ya se sabe que es de tontos cuando el mal es de muchos, es que mis compañeros de juegos y pillerías también estaban allí berreando y chillando a los tirones de orejas y a las tortas en el culo que les propinaban sus respectivas madres. Se denotaba que no éramos precisamente una generación entusiasmada por el aprendizaje y la educación.
En ese primer curso escolar apenas aprendí a leer aquella cartilla naranja de los Amiguitos. Casi conocía la mitad del abecedario, y los números aprendí a garabatear hasta el seis. Los años que yo tenía cuando entré a la escuela, pero que en noviembre ya había cumplido los siete. Las chivatas de las vecinas le decían a mi madre por donde andaba escondido y cuando me encontraba, su alpargata sin compasión resultaba demoledora.
Alguna vez era la propia maestra la que le preguntaba si estaba enfermo porque no había ido a la escuela. La mujer no había terminado su curiosidad y yo ya corría como los conejos para que mi madre no me alcanzara. Y cuando me pillaba, ¡ay!
El caso es que aquel 20 de noviembre estaba en otra aula, esta vez en la escuela que está al lado de mi casa y con una nueva maestra. La cartilla donde empezaba de nuevo aprender a leer se llamaba Palau, y debajo de una araña estaba la a. Debajo de un elefante la e. Debajo de una iglesia la i. Debajo de un ojo la o. Debajo de un racimo de uvas la u.
Comenzó una nueva etapa de mi vida porque aquí no había escapatoria. Cruzaba la calle y mi madre vigilaba mi entrada en la escuela. De 09:00 a 12:00 y de las 14:00 a las 16:00 horas. ¡Pero por qué teníamos que estar en esa cárcel! No quedaba otra y aprendí a leer. A escribir lo hice en las cartillas Rubio de caligrafía color verde que traían las tablas de multiplicar en la contraportada.
El viernes 21, segundo día de Franco muerto, tuvimos recreo toda la mañana y por la tarde no había que ir a clase. Y lo más emocionante, ¡menudo regalo de cumpleaños supuso la muerte del inmortal cabezón de las monedas! ¡Toda la semana siguiente tampoco iríamos a la dichosa escuela!
Aquel viernes, a la salida de clase a las 12:00 del mediodía, empecé a cantar de contento “qué bonitas son, madre, las cosas de mi cortijo”, una canción de Manolo Escobar que escuchaba a cada rato en la radio Philips de mi padre. Estas orejas que Dios me dio, algo grandes a mi gusto, son nulas de oído musical y supongo que mis berridos no fueran del agrado de la progenitora.
No había soltado mi pequeño maletín escolar cuando sin esperarlo me arreó tremenda castaña. - ¡Se calla, estamos de luto en España! Ese día aprendí una cosa nueva. El luto.
Los regalos son de tus padres:
Mi abuela y mi abuelo maternos rezaban un rosario por el alma de aquel difunto importante. Algo sabían más que yo, para que ese muerto necesitara oraciones para el descanso eterno de su alma. Aunque los ojos de este niño observaban que aquellas lágrimas y sollozos de la viejita eran de pena y de un cierto aprecio, pero puede que simplemente también se tratara de un sentido respeto a una persona fallecida.
No teníamos luz, a mi pueblo no había llegado la electricidad y la gente para ver la misa y el entierro se repartieron para reunirse en las únicas tres viviendas que tenían un televisor en blanco y negro conectadas con pinzas a una batería que había que recargar en Arrecife. Los niños por los alrededores jugábamos divertidos celebrando lo que sería el disfrute de aquellas vacaciones escolares inesperadas.
Por otro lado, esas navidades ya sin Franco, el espigado del grupo nos fastidió para siempre el día de Reyes. No sé de dónde demontres sacaba todos esos conocimientos: Los Reyes Magos no existen, los regalos son de tus padres. El cinco de enero del nuevo año 1976, fue el último que betuné los zapatos y los puse detrás de la puerta del zaguán. ¡Una auténtica pena!
Aún así, y ya en el Virgen de los Volcanes en el colegio de Tinajo, por instrucciones de los maestros y las maestras, les seguí escribiendo las cartas hasta los 12 años. La inocencia también puede fingirse.
Y a esa edad, en el verano de mil novecientos ochenta, por los días de San Juan, se iluminó el alumbrado público de mi pueblo. La electricidad se iría instalando poco a poco en las viviendas, hasta que por Navidad ya eran muy poquitas las casas que no tenían luz.
Franco ya estaba bien muerto. Y los chicos de los charcos no quisimos ser “Caudillos por la Gracia de Dios”. Luego la cabeza en las monedas cambió por la de Juan Carlos I, Rey de España. Con los años y ya en plan chuscante, algunos decían que faltaban en esos nuevos dineros las palabras “por la Gracia de Franco”. Anécdotas.
Y Franco estuvo muerto desde noviembre de 1975 hasta marzo de 2004. Lo resucitó interesadamente, por un regocijo revanchista injustificable, un tal Zapatero y lo extrajo del agujero para darle un poco de aire con paseo aéreo incluido, para evitar posibles homenajes nostálgicos terrestres, el obsesionado necrófilo profanatumbas Pedro Sánchez. Ahora en su honor, y para que lo conozcan mejor las generaciones actuales, durante el próximo 2025 estarán invocando su memoria con actos de reproche y críticas negativas a quien no existe y le es imposible defenderse.
Puede que también descubran por su cuenta y riesgo las obras y casi milagros de una gestión positiva, que de todo hubo, y tratando de hacer una nueva campaña de desprestigio, lo que suceda sea todo lo contrario, y a la juventud de hoy le dé por reivindicar la figura del Caudillo que durante casi cuarenta años mantuvo a España a salvo del infame comunismo y de las mentiras, traiciones y corruptelas socialistas.
Al final, nuestra inocente infancia de creencia en casi todo, nos va a resultar una realidad palpable por culpa de estos actuales ignorantes que malgestionándolo todo, nos siguen mostrando que Franco no se muere nunca.
En fin, que puede que su muerte definitiva sea cuando mueran Sánchez y Zapatero, y los tres sean olvidados a un tiempo. Se desea ya de una jodida vez ese entierro de la desmemoria y las mentiras del cansino recurso contra Franco, allá todos ellos con esa enfermiza obsesión, que cual Cid, les sigue ganando las batallas cincuenta años después de muerto.