Ningún camello se ve su joroba. Ningún golfo ratero reconoce jamás sus estropicios. Ningún petudo repugnante y retorcido aprecia su peta. Ningún godo de mierda se corrige en sus conductas expoliadoras. Ninguna dama boba, con aspecto de cernícalo, reconoce sus taras mentales. Y claro, van de aquí para allá arrastrando sus miserias, que son muchas, babeando un líquido y repugnante excremento de una pestilencia brutal. Estos carajos y carajas de la vela pregonan por doquier lo que estiman defectos ajenos sin que nunca fueran capaces de entonar un mea culpa pero sí, por el contrario, contando con el amparo miserable de algún que otro santón o santona que también hacen deposiciones de fétidos olores.
Cuando oímos a una jauría de perros satos ladrar de forma desaforada, instintivamente levantamos la patita como el perro bardino - (el del Marqués de la Oliva) - y hacemos pipí sobre esta manada de impresentables. Que unos machangos y machangas de la peor especie pontifiquen nos da ganas de vomitar. De nada miserables, y lo de miserables no va por la genial obra literaria de Víctor Hugo.