Si presumir de lujos y otras necedades de la vanidad humana es obsceno siempre, en esta época de crisis galopante debería ser pecado capital, tirando por lo bajo.
Los últimos fines de semana de 2011, las revistas de colorines que ejercen de suplementos de los periódicos teóricamente serios venían más cargadas de lo habitual de las típicas llamadas al consumismo pazguato de las fechas navideñas. Tal parece que anden ajenas a la crisis que Zapatero, ese visionario a quien Dios conserve su vista de lince, negó setenta veces siete… y así nos fue. Tanta página inane me hace más rápida la lectura finisemanal, puesto que a la publicidad le hago el mismo caso que a los economistas: ninguno. No hay mal que por bien no venga.
Con todo, no deja de ser lamentable, para mi gusto, que incluso la prensa teóricamente seria le dedique páginas a puntapala a la matraca consumista de la moda y entrevistas a los modistos más listos como si éstos fueran o fuesen filósofos principales que tienen cosas importantes que decir sobre política, cultura y por ahí (la misma ridiculez que repiten en algunos concursos de belleza, cuando se les pregunta a las intelectuales que van en bragas sobre el escenario por el sentido de la vida, si lo hubiera o hubiese).
Trincas diarios supuestamente prestigiosos, caso de El País, El Mundo, ABC y por ahí, y ves más espacio dedicado a esa simplonada de la Pasarela Güime –o nombrete similar- que a otras cuestiones de cierta o teórica enjundia. Descorazonador, a fe mía.
Si no recuerdas al autor de una frase medianamente ingeniosa, con que digas que la escribió Oscar Wilde quedas de cine. Pero la que sigue es auténticamente suya: "La moda es un esperpento tal que nos vemos obligados a cambiarla cada seis meses". Pero tampoco hay que ser Wilde, el más celebrado de entre los escritores homosexuales, para caer en la cuenta de que la moda es la cultura de los tontos, o la cultura de los que no tienen otra cultura medianamente sólida.
¿Por qué ese virus del seguidismo descerebrado afecta o ataca, principalmente y como es triste fama, a la juventud? A lo peor, porque ahí la personalidad está todavía en formación (o en deformación, en muchos casos, gracias a la televisión o a la poca Educación que nos va quedando por aquí abajo). Por eso el chinijo que anda ayuno de esa mínima personalidad hace, como el adulto cuando también va huérfano de lo mismo, lo que la mayoría del grupo, y se coloca en la lengua –un suponer- el tornillo que le falta o que le baila en el cerebro, o el candado en el ombligo, según diga o dicte el líder de turno de la secta del agujero… o el modisto que odia a la mujer y la prefiere hombruna, machihembrada, machona o tonta del traste (anoréxica), y así vemos luego arrastrando su profunda tristeza sobre las pasarelas de marras esas cadavéricas niñas tristes, saquitos de huesos andantes sin forma (femenina) ni fondo (humano). Si eso no es pura dictadura del peor gusto, que vengan de la mano Castro y Chávez (dos expertos en “regímenes” totalitarios) y lo juzguen.
Otra verdad de cajón es la que sentencia que las personas insignificantes siguen la moda, las presuntuosas la exageran y las de buen gusto pactan con ella. Y también se ha dicho que la autoridad de la moda es tan absoluta que obliga a ser ridículo para evitar el riesgo de parecerlo. Curiosamente, nunca se ha puesto de moda decir la verdad. Nunca fue política o socialmente correcto advertir que a la reina (de la frivolidad o la superficialidad) se le están viendo las vergüenzas. En el cuento sobre el otro rey desnudo (“El traje del Emperador”), tuvo que ser un niño, ajeno a la diplomacia, el que señalara la evidencia ante unos adultos ciegos en su afán de piropear primero el traje inexistente y en imitar luego la payasada para congraciarse con la alta sociedad de la época.
En la década de los setenta del siglo pasado, casi todos los que siguen a pie juntillas las modas como imitan los monos los gestos ajenos (puro mimetismo animal), se dejaron aquellas patillas enormes y se enfundaron sus espantosos pantalones de campana. Hoy, todos los que pasaron por el aro de la estúpida moda andan todavía rompiendo las vergonzantes fotos que se hicieron por aquel entonces. No hablemos ya de los estropicios de los ochenta, para no sonrojar a ninguna. Yo no he dicho nada ni he señalado a nadie… pero las fotos de la época no engañan. La falta de personalidad propia, con perdón por la redundancia, se acaba pagando.