miércoles. 30.04.2025

El viejo agarró el burro y tiró para la playa, por ver si allí lograba aplacar la calora del pasado fin de semana a la vera de la brisa marina. Llevaba años, décadas incluso, sin dejarse caer por La Tiñosa. Iba aprovechando los pasos de cebra para meter al burro, mientras algún asno al volante le tocaba la pita metiéndole prisa. Ya en el jable, amarró al animal justo al lado de unos matos y dirigió sus soletas hacia la orillita. Allí, sobre la arena húmeda, colocó el sombrero boca arriba y metió dentro del mismo la camisa, la caja de los cigarros, el mechero y la cartera. Y se puso a hacer top-lees (con perdón por el pazguato anglicismo), como le había escuchado decir a su nieta.

El viejo no reconocía apenas la misma zona donde, de galletón, había ido más de una vez a lavar en el mar las barricas para el mosto. Toda la costa construida era algo tan nuevo para él como eso de ver a las mujeres moverse en la arena o bañándose en el mar algo más que medio desnudas. Excepto las que tenían acento italiano o sudamericano, todas las demás (inglesas, alemanas, españolas o isleñas), lo llevaban casi todo el aire. Y las más viejas, más y mejor puestas, porque hoy eso tan antiguo y pasado de moda que llaman la ley de la gravedad la porfían y la desafían unos kilos de silicona y un dinerito en quirófanos.

El hombre empezó a sentirse incómodo. Dio media vuelta, tiró hacia donde estaba el burro, se encaramó sobre el animal y traspuso por donde mismo vino, mientras el calor aumentaba y el viento del este lo hacía aún más incómodo y pegajoso. En la cantina del pueblo contó, allá por la tardecita, su odisea a los compañeros durante la partida de envite:

-¡Fuerte fundamento! Que vaya uno a la playa a refrescarse de los calores y que lo tengan a uno sudando hasta con los pantalones quitados y los pies en el agua. Si yo sé eso de antemano no saco al burro de mi casa ni loco. Más nunca...

-A usted lo que le pasa es que está antiguado, don Manuel. Los tiempos han cambiado mucho y la playa ya no está para uno. Eso es para gente como su nieto. ¿Verdad, Jonay?

-Fijo. Mi abuelo ya no controla. Y se asusta cuando ve a una piba desnuda...

-A ver si todavía te vas a llevar tú un cogotazo en el tronco del oído, machango...

-Hablando de mujeres malcriadas, don Manuel, ¿usted conoce la historia de la bella y el sapo?

-Será la bella y la bestia, cristiano...

-No, no. La bella y el sapo, que fue un caso real. Resulta que una muchacha, más plana de pecho que mi mujer de culo, se encontró con un sapo en el bosquecillo de Haría, y entonces el bicho le dijo que si le hacía el favor de darle un beso, como en los cuentos, porque en realidad él no era un sapo sino un concejal electo del grupo de gobierno municipal al que una bruja de la oposición le había lanzado una maldición. La chinija lo besó y rompió el encantamiento, y entonces el sapo, ya convertido otra vez en edil, en agradecimiento al gesto de ella le dijo: “Te doy todo lo que tú quieras... o una operación para aumentar el pecho. ¿Qué eliges, mi niña?”. Adivinen ustedes lo que le contestó.

-Lo primero, claro.

-No, eligió lo segundo. Y ante la sorpresa del político por una elección aparentemente tan peregrina, ella se lo aclaró: “Chacho, yo escojo la operación de pecho, porque con eso ya tendré todo lo demás”.

-Razones: pueden más dos tetas que dos carretas, de toda la vida de Dios.

-Pues si son de mentira, como las que había en la playa, te las regalo. Quíteseme eso delante de los ojos.

-Lo que yo le digo, abuelo: usted es que está ya muy anticuado...

Al rato llegó la ambulancia y se llevó al chinijo a Urgencias. Había perdido el poco conocimiento que tenía y sufría fuertes dolores justo a la altura del tronco del oído, donde le había salido como por ensalmo un cardenal casi tan grande como los del Vaticano. (de-leon@ya.com).

Cuentos del calor
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