El pasado sábado me llevaron casi en volandas a La Graciosa. Sobra decir que fue contra mi voluntad, pues no le veo la gracia a La Graciosa actual, con perdón por el elemental juego de palabras y aunque esté mal decirlo porque luego la gente es muy sensible y se mosquea por nada. Conste, en cualquier caso, que mi fobia graciosera no es nada personal, Margarona me libre, contra los gracioseros propiamente dichos. A quienes no trago es a las hordas que infestan el lugar a todas horas: domingueros, noveleros, tontosdelculo del tatuaje, figurines de la política y por ahí. Los lugareños no deben culpa de la invasión, claro, aunque alguno hay que tampoco es inocente del todo, como es triste fama. Uno de aquellos políticos más habituales a la islita fue durante mucho tiempo el ex presidente del Gobierno canario Lorenzo Olarte Cullen, que ahora anda reclamando para La Graciosa la calidad o cualidad de municipio independiente de Teguise, sin llegar al extremo -todavía- de contar con Cabildo propio, que a lo peor todo se andará con tiempo y tabaco, como se decía cuando no estaba mal visto fumar. Nada tengo contra la ocurrencia olartiana, si no fuera o fuese que trocar a la isla en municipio (¿el octavo de Lanzarote?) significaría crear un Ayuntamiento propio, con sus concejales y su alcalde o alcaldesa algo más que pedánea, y sus asesores, sus enchufados, su gabinete de prensa (en periodismo, el que vale vale, y el que no al gabinete de prensa, que es a donde van a parar invariablemente los que no tenían vocación de periodistas sino de tristes y grises funcionarios). He ahí el pequeño/gran problema de la idea de Olarte, que en realidad no es suya porque ya viene de muy atrás: que nos iba a salir a todos muy caro (caro de costoso, no de querido).
La Graciosa en verano, como en Semana Santa y otras fiestas o puentes de guardar, es un martirio añadido al ya habitual en aquel presunto paraíso (en un paraíso como Dios manda nunca hay tanta gente: Adán, la serpiente de la manzana de la discordia, la malvada Eva, Caín, Abel y pare usted de contar, que así y todo se llevaban a matar). En agosto, en concreto, La Graciosa es un infierno a donde va todo dios. Toda la gente que procuras no encontrarte durante todo el año en Lanzarote te la tropiezas, de sopetón y a cada paso que das, en la octava isla canaria. La frase hecha más mentirosa es esa que te largan los amigos que te quieren mal: “Chacho, vamos este fin de semana a La Graciosa, que allí se está tranquilito, no como en Lanzarote”. ¿Se pueden decir más trolas con menos palabras? ¿Tranquilidad en La Graciosa? Sí, la misma que en la calle José Antonio un sábado por la madrugada. Pero no es que la gente mienta a conciencia -no necesariamente-, sino que se autoengaña habitualmente, porque el autoengaño suele ser muy cómodo y te ahorra análisis objetivos y más quebraderos de cabeza. Mira lo moda no más: es pura mentira, pero (casi) todo el mundo la sigue.
Tampoco hay que ser un lince para ver lo obvio. Y está claro que la de hoy no es, ni de lejos ni en broma, La Graciosa que uno conoció allá cuando chinijo. Ni la que inmortalizó literariamente Ignacio Aldecoa. Ya no vale para la islita lo que escribió sobre ella en la década de los 80 del siglo y milenio pasado el gran crítico culinario Xavier Domingo en las páginas de Cambio16: “No sé si en La Graciosa no hay curas porque no se peca, o no se peca porque no hay curas. Ni sé tampoco si en La Graciosa no hay médicos porque no hay enfermos, o no hay enfermos porque no hay médicos”.
A Marcos Páez pongo por testigo que ni amarrado me vuelven a llevar a mí a La Graciosa, y menos en pleno verano, cuando a todos los más originales se les ocurre pasar las vacaciones en el mismo y minúsculo lugar. Muy tranquilo, sí, porque tranquilo viene de tranca, como las que se agarran allí los domingueros más escandalosos, los niñatos con cresta de gallo que parecen hechos en molde, las toletas de la teta tatuada y demás totorotas despersonalizados. Si La Graciosa fuera o fuese única no estaría llena a rebosar de personajillos que son todos iguales, con el mismo (mal) gusto por bandera y la escandalera siempre puesta. Te la regalo, que ya no me hace gracia. (de-leon@ya.com).