En Portugal supe que allí llaman “beijoqueiro” al tipo que aquí conocemos como besucón, o político en pleno celo electoral. A principios de los años 80 del siglo pasado, se hizo famoso José Alves de Moura, un portugués archiconocido en Brasil como un profesional del ósculo, a pesar de su aspecto mal encarado. Escuché aquella la primera vez que estuve en Lisboa y recuerdo haber escrito un cuento que luego un jurado excesivamente benevolente acabó premiando en metálico y ese dinero finalmente me sirvió para pagar, con efectos retroactivos, aquel viaje iniciático al país de Fernando Pessoa y de José Saramago.
No es cuento lo que les cuento. Alves de Moura consiguió en su larga trayectoria profesional besar las mejillas más famosas de hombres y mujeres del espectáculo (Frank Sinatra, Juan Pablo II sufrieron sus asaltos), del fútbol o de la política, como el entonces gobernador de Río, Leonel Brizola.
No es tan frívola la historia como pudiera parecer al primer tiento. José, que contaba entonces con cuarenta años y ejercía -entre beso y beso- de comerciante suburbial que acabó siendo despreciado y hasta ridiculizado por la prensa brasileña, se las apañaba para burlar los cordones policiales de seguridad y dar así satisfacción a su vicio, pasión enfermiza o manía. Era un mitómano no más, como hay millones en el mundo. Pero su caso se tornó especial, hasta el punto que una empresa comercial le acabó financiando un viaje a Londres para que besara o besase en público a la Reina Isabel (que también eran ganas las suyas). Sin embargo, Moura acabó aplazando el viaje a la capital inglesa para poder besar antes a la Reina Sofía, que por aquellas fechas iba a realizar una inminente visita oficial a Brasil. No recuerdo si logró o no su propósito.
Al “beijoqueiro” no le pudo echar nunca el guante la Justicia porque su afición no está tachada como delictiva en el Código Penal. Ni en Brasil ni en España, porque en caso contrario pasarían todos los pegajosos políticos besaniños lugareños por Comisaría en vísperas electorales. Alves de Moura, que también sumó a su nómina de personajes involuntariamente besados a célebres futbolistas como Zico o el fallecido Garrincha, era apartado del campo por la policía y, posteriormente, puesto en libertad (en algunas ocasiones fue detenido/retenido durante algunos días en prisión). No había matado a nadie. Apenas había robado... un beso.
Para besucones y lameculos, los profesionales de la política, como es triste fama. Recordando ahora aquella inocente historia de José Moura, por culpa de un viejo recorte de prensa (una media página del tinerfeño “Diario de Avisos” de hace lustros, dando cuenta de un primer premio literario que había obtenido un adolescente conejero) que me enviaba una sádica lectora de esta columna, las peripecias de aquel brasileño se nos antojan hoy las de un simple aficionado al arte de besar sin sentir y sin sentido.
No sabía qué había sido de aquel José Alves de Moura, si es que seguía vivo y besando celebridades o sólo la mejilla de la parienta, si la hubiera. Pero el correo electrónico enviado por la “graciosa” de turno me ha hecho echarle un vistazo al sabelotodo Google... ¡y resulta que el tipo sigue en activo! La última que ha montado y de la que se tiene noticia de alcance internacional lleva fecha de hace menos de un año (agosto de 2007). Veinticinco años después, el “beijoqueiro” volvía a actuar. Y lo hacía por todo lo alto: en el mismísimo y mítico Estadio de Maracaná. Alves de Moura saltaba el pasado verano al césped del más famoso estadio de fútbol del mundo y acabó besando a un delantero del Famengo. La ocurrencia le supuso una multa al equipo más popular de Brasil, impuesta por el Tribunal Superior de Justicia Deportiva... pero el ladrón de besos quedó libre de cargos.
Lo canta en algún disco Joaquín Sabina, utilizando una frase plagiada/robada a los clásicos: “Lo malo de los besos es que crean adicción”. (de-leon@ya.com).