[Dedicado especialmente a los que, a raíz de la columna anterior, me sugerían otra entrega de la serie “Allá cuando chinijos”, o me diagnosticaban alegremente algún trauma escolar por el simple hecho de tildar de chantajistas y abusonas las prácticas de los teóricos profesionales de la poca Educación que nos va quedando en Canarias]
Aquel maestro nuestro no era un maestro cualquiera. Era un maestro particular, como el patio de la casa de la canción que le cantaban las monjas a las niñas. De cuando los mejores tiempos de la dictadura política que padecimos de chinijos en forma de maestros sádicos y cobardes que desahogaban sus frustraciones personales, familiares o sexuales abusando de los más indefensos. Mostachito corto, fino y bien cuidado. Corte de pelo a lo recluta. De pocas ideas, pero fijas e inamovibles. Y de una mala leche insoportable. Puede parecer casi el retrato de Hitler, sí, pero es también la fotografía cabal del maestro cuya maestría principal consistía en robarnos el sueño y la infancia, que nunca nos devolvería después.
Maestro-tutor, que se decía. Igual impartía Lengua, Dibujo o Matemáticas. Estas últimas eran su especialidad. Pero, por encima de los números, todavía había en él otra especialidad mayor: la crueldad. Ignoro si fue consciente alguna vez del daño que le hizo a generaciones y de la fobia a la escuela que inculcó para siempre en cientos de niños.
Conjuntos, quebrados, raíces cuadradas, fórmulas del rectángulo y del trapecio de aquel circo de los horrores que era nuestra aula escolar. Durante años comprobamos en carne propia la verdad que escondía aquella elemental frase hecha: la letra con sangre entra. Todos en la escuela damos fe de esa filosofía.
Trona su voz aflautada, en una extraña tarde de lluvia y viento:
-Néstor, a la pizarra...
Un niño se levanta. Le tiemblan ostensiblemente las piernas.
-A ver, escríbeme la fórmula del rombo.
Silencio en los pupitres. No se oye más que el agua que choca contra la diminuta cristalera, y el ruido indeciso de la tiza sobre la negra y resbaladiza pared.
El hombre se levanta de su sillón. En un acto reflejo, todos a una cerramos los ojos y apretamos los labios contra los dientes, en la seguridad de escuchar al instante las bofetadas en las mejillas de Néstor Ocón. Ninguno nos equivocamos en el presentimiento.
Al día siguiente, en una maniobra elemental para la fácil auto alabanza, el canalla se ufanará delante del resto de los maestros de contar con los mejores alumnos de todo el grupo escolar. No hay nadie en nuestra clase que desconozca a estas alturas la asquerosa fórmula del rombo. (de-leon@ya.com).