martes. 29.04.2025

No me sumaré al “clamor popular” que asegura este mismo periódico que se ha desatado en toda la isla y parte del extranjero ante el cierre o no apertura este año del campamento caravanero en lo que va quedando de la playa de Papagayo. Sabe el Cielo que no es la alcaldesa de Yaiza santa de mi particular devoción, pero coincido con la necesidad de acabar con la necedad, aunque ella lo haga alegando falta de presupuesto municipal y yo lo hago porque soy de la idea de que en la isla de la falsa sostenibilidad es insostenible la proliferación de estos chiringuitos playeros.

Con el calor llegan los campistas. Lo mismo en Semana Santa que en verano. Y en agosto se arregostan, claro. No falla nunca desde que se puso de moda la bobería. Parece una ley natural. Y sin embargo, bien mirado y analizado objetivamente, es lo más antinatural del mundo, pues va contra la propia naturaleza, o lo que los más redundantes llaman el medio ambiente, como si el medio y el ambiente no fuera o fuese la misma vaina.

Con el estío la estupidez aumenta, como es triste fama, y llega, pareja y aparejada al solajero que derrite las seseras, la matraca anual de las acampadas (“camping” en inglés o en el infraidioma de los españoles más papanatas que no terminan de dominar ni respetar el suyo ni el ajeno). En tiempos de Panchito Franco, aquel pequeño/gran hombre de voz aflautada que aconsejaba a los demás que hicieran como él y no se metieran en política para ahorrarse problemas, nos daban la vara y la tabarra sobre los excesos playeros los obispos y por ahí. Ahora ya nos ahorran la brasa los curas (no porque no les nazca colocarnos el sermón, sino porque ya no va ni Dios a escucharlos), pero nos la dan los cara-vanistas más carcas y demás fauna fosilizada que no se ha enterado aún en qué tiempo vive y en qué minúscula pobre islita rica reside.

Siempre digo -y escribo- a este respecto que estamos ante un falso debate, por más que dé mucho jugo y juego a los medios de comunicación, que agradecen tener a mano asuntos tan recurrentes. Las acampadas playeras son puro mimetismo generado por lo que hemos visto en el cine y en la tele, pero no tiene una mínima lógica ni una mala justificación ni un mal pase en el requetemotorizado Lanzarote actual, así digan misa o añadan el sermón los fieles a esa extraña religión infantiloide del culo veo culo quiero.

Por más años que viva, nunca entenderé qué hace un conejero, en pleno siglo XXI, acampado varios días o semanas frente a la playa, disfrutando de las incomodidades de la naturaleza. El que menos tiene aparca dos coches frente a su casa, o dentro, si posee garaje propio, y lo más lejos que puede estar un lanzaroteño en su isla de la playa más cercana son diez o quince kilómetros, a todo meter. Puede prescindir incluso del coche y ejercer el sano ejercicio de caminar, que es el secreto de la longevidad, como saben y aconsejan los más viejos del lugar: “Poco plato y mucho zapato”. En los continentes, en la Península española y por ahí se puede entender y hasta disculpar todavía la afición por la acampada playera, pero en esta pobre islita rica sin gobierno conocido no tiene explicación lógica, salvo la de la pura novelería y el ya mencionado mimetismo muy propio de primates.

Los políticos de la oposición, que no han leído a Lope de Vega ni por el forro pero son sabedores de que hay que darle la razón al pueblo aunque no la tenga y de que mimar a los caravanistas puede agenciar votos, se han lanzado en plancha en defensa de “los derechos inalienables” (no se me ría nadie, que un respetito es muy bonito) de los campistas campanudos de Papagayo. Es la clase política que tenemos, y con estos bueyes hay que arar. Vótalos tú, si te atreves. (de-leon@ya.com).

Papanatas en Papagayo
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