En más ocasiones de las que sería de desear, el periodismo convierte la necrológica en necrofilia. Es algo enfermizo e insano, para mi gusto. Lo acabamos de ver (nunca mejor dicho, porque sobre todo lo ha ofrecido la televisión) después de la reciente tragedia aérea que ha convertido a los malos periodistas en excelentes buitres. Todavía andan por ahí los carroñeros del oficio, disputándose los cadáveres y parasitando el dolor ajeno para trocarlo en altos índices de audiencia. Con su amargo pan se lo coman.
Aunque he redactado algunas (sobre todo de encargo), confieso que no sé escribir necrológicas. Ni ninguna otra cosa, añadirán otros, cargaditos de razón. Pero es una ignorancia que asumo gustoso, porque no me chifla ese género frecuentado por grandes y excelsas plumas del periodismo español, como se pudo leer en la columna que le dedicaba hace apenas unos días Laura Campmany a la también temprana desaparición del escritor Leopoldo Alas: “Eres absurda, muerte. Tonta como una mueca desabrida, como un hotel sin puertas, como un cajón volcado, como un beso de arena, como la línea recta de un encefalograma. Eres impertinente como una barca rota, y siempre llegas pronto donde no se te espera. Farsante, terrorista, parásito, fantasma. Basura, hiena inmunda, vieja idiota”. Claro, Laura juega con la ventaja de que también es poeta, y se le nota ese ritmo inconfundible en su prosa.
No saludo a la muerte porque no la conozco de nada. Pero tengo mi personal teoría sobre ella. Muy elemental pero también muy trabajada, con la que doy la vara y la tabarra a los conocidos en entierros y por ahí (de último he asistido a muchos más de los que me hubiera gustado, principalmente por cumplir con el rito social, valgan verdades, pues el luto o el sincero pesar, de haberlos, se llevan dentro y no de paseo a exponerlo ante el altar o lucirlo en el entierro, que para eso ya están los políticos, que son los verdaderos profesionales de la farsa, como es triste fama). Por suerte, mi humilde teoría sobre la muerte se puede condensar en cuatro palabras: no creo en ella. Tengo mis razones, que no voy a exponer aquí y ahora porque ni viene al caso ni es el momento adecuado. Algunos somos de natural tan descreídos (ante la política, las modas, la cultura oficial, etcétera) que ni en la muerte creemos. Y, si existe, que se joda. O que se dé por ignorada, tanto monta.
El latín es una lengua teóricamente muerta. Pero sigue viva para los admiradores de su música, su sonido, su pronunciación. Me vino a la memoria una frase (un “latinajo”, que lo llaman ahora quienes desprecian a su lengua madre) cuando me comentaron la otra noche el fallecimiento de Berta Pardal, tan joven, casi una chinija: “Non omnis moriar” (No moriré del todo).
No, no creo en la muerte. Pero está claro que existe el Infierno, que es la desmemoria y el olvido. Está tan claro como que existe el Cielo, que es el recuerdo. El buen recuerdo, se sobreentiende. Para que la muerte, si la hubiera o hubiese, no se salga con la suya (es decir, para que no se imponga el olvido sobre la memoria), repito el título de esta columna de hoy: “Se llama Berta”. Llama, en presente, como la otra llama que procede del latín “flamma” y que significa “fuerza de una pasión”. Por ejemplo, la pasión de contar. Hoy lo llaman periodismo. Hasta siempre, Berta. (de-leon@ya.com).