“Mi necrológica la escribirás tú”. Es la única apuesta que me ganaste… y que no podrás cobrar, veleta.
Siempre llegabas a la isla sin avisar. Y sin avisar te mandabas a mudar fuera, tan callando. Ahora lo has vuelto a hacer, aunque esta vez para no volver… al menos por el Aeropuerto de Guacimeta.
Mira qué ridículo me obligas a hacer: escribir tu obituario en segunda persona del singular, con lo cursi e idiota que eso siempre queda. Lo hablamos muchas veces, en aquellos ejercicios de estilo que iniciamos en la Barcelona preolímpica, cuando éramos casi chinijos y todavía más indocumentados que hoy. Coincidíamos en ver perlas del mejor humor en el género necrológico, sobre toda cuando el autor de la loa fúnebre se dirige al cadáver (o cadávera, que añadiría hoy la ministra miembra del mismo PSOE que nos desencantó tanto) hablándole de tú, como si éste fuera o fuese a leer la elegía, previo paso a primera hora de la mañana por el quiosco de la esquina a comprar el periódico del día para ver qué dicen de él y descubrir qué desconocidos amigos tenía en vida sin haberse dado cuenta él mismo de ello. “Los muertos, por muy mal que lo hagan, siempre salen a hombros”, como decía el desternillante Jardiel Poncela.
Es raro que nos pongamos a hablar o escribir de la muerte los que no creemos en ella, aunque leyéramos necrológicas a cuatro manos porque nos chiflaban los latinajos: “De breviate vital” (es fugitiva la vida); “Impares nascimur, pares morimur” (nacemos desiguales, morimos iguales). Tú tampoco creías en el Infierno, porque me sacabas una cabeza en escepticismo. Pero claro que existe el Infierno, loca: está hecho con la desmemoria y el olvido. Como existe un Cielo, que es el recuerdo. Está tirado adivinar dónde quedarás instalada tú, mientras vivamos –o hacemos como que vivimos- los que te conocimos mientras ibas y venías de cualquier sitio sin avisar. Y aquí me tienes ahora, haciendo justo la misma tontería en tu honor: hablándote como si siguieras aquí. Pero, conociéndote, ¿quién puede asegurar que te has ido para siempre a ningún lado, si nunca parabas quieta en ningún sitio concreto?
¿Hay algo más fuerte que la muerte? ¿Hay alguien capaz de derrotarla o burlarla? Sí, mujer: la mujer, precisamente, que la vence cada vez que pare. Pero es una victoria momentánea, nunca definitiva. La muerte mitificada, en la que casi todos creen, puede ganar incluso batallas sin la necesitad de llevarse a alguien a la tumba. Por ejemplo, provocando el aburrimiento. Escribió Gómez de la Serna que aburrirse es besar la muerte. Y hay individuos (e individuas) tan insensatos que hablan de matar el tiempo, como si no fuera el tiempo el que siempre los acaba matando a ellos. Tú nunca tuviste tiempo, ni estuviste el tiempo suficiente en ningún sitio, como para aburrirte. Doy fe de ello.
“Non omnis moriar” (no moriré del todo).
Hasta siempre, bandida. La próxima vez imitaré tu estilo: llegaré sin avisarte. Pero para una vez que me ganas una apuesta, ya podía haber sido otra… (de-leon@ya.com).