
Había una vez, en un pueblito de Canarias, una niña llamada Aída que disfrutaba mucho de las tardes hablando con su padre, Juan, que era muy sabio. Esta tarde comenzó a hablarle de la importancia que tenía ese día de la mujer que se acercaba.
—Papá, ¿por qué es tan importante ese 8 de marzo? —preguntó Aída, curiosa, mientras se sentaba a su lado, observando cómo el sol comenzaba a ponerse, pintando de naranja el cielo.
El padre, con su sonrisa dulce, miró a la niña y le dijo:
—Hija mía, ese día es un día para recordar toda la labor que las mujeres han hecho y siguen haciendo. Es un día para honrar su valentía y el amor con que hacen las cosas.
Aída frunció el ceño y le preguntó a su padre:—Pero papá, ¿ya no somos iguales?
Juan le acarició la cabeza y le dijo:
—Todavía hay barreras que dificultan el camino de muchas mujeres. Algunas no tienen acceso a la educación, algunas son juzgadas con violencia. Sabes, Aída, lo más importante es escuchar, escuchar a las mujeres, aprender de ellas y respetarlas. Cada vez que veas a una mujer, recuerda que cada una de ellas estará luchando por su lugar en el mundo.
Aída respondió: —Te lo prometo, papá, que haré todo lo que pueda por apoyar a las mujeres que quiero y mostrar respeto a todas las que conozco. Y los hombres somos sus compañeros y aliados en esta lucha.
—Creo, papá, que en casa tengo el ejemplo perfecto de lo que me has dicho, de lo que respetas a mamá y ella a ti —dijo Aída, sorprendiendo a su padre con la madurez de su respuesta—. Cada día te veo amable y considerado con mamá, siempre la escuchas y valoras lo que hace. Lo haces con tanto cariño, papá, que no sé si te has dado cuenta de que lo haces. Cuando hablas con mi hermano, le aconsejas que sea amable y respetuoso conmigo. En casa no hay diferencias, y pensándolo bien, papá, creo que nosotros lo celebramos cada día en casa.
—¡Qué bonito, Aída! —dijo Juan—. Lo que acabas de decir, eso es lo que queremos mamá y yo. Que aprendan a vivir en un mundo donde hombres y mujeres se respeten. No se trata de celebrar un día, sino de reconocer su valor todos los días, en cada gesto, en cada acción. El respeto y el amor no tienen género, hija mía.
Aída se atrevió a escribir para su colegio un cuento haciendo mención sobre ese tema.
En un charco rodeado de nenúfares, las amigas luciérnagas brillaban con mucha intensidad cuando llegó la noche. Aída se sentó al borde del charco, observando cómo las flores flotaban serenamente y las luces de las luciérnagas danzaban en el aire. Pensaba que las mujeres eran como los nenúfares, capaces de resistir y florecer incluso en los charcos más oscuros, y como las luciérnagas, nuestras acciones iluminan el mundo, aunque a veces tarden en vernos.
Hoy te celebro a ti, mi luz eterna, mi madre, mi luciérnaga.
Para mis alumnos, recuerden que las diferencias nos hacen especiales, pero la igualdad nos unen.